sábado, 25 de enero de 2014

"Uno de los mitos modernos más universales y misteriosos es el de un soldado imaginario, Nicolas Chauvin".


El “chauvinismo”
 Joignant, Alfredo
 
Uno de los mitos modernos más universales y misteriosos es el de un soldado imaginario, Nicolas Chauvin, cuyo heroísmo fue llevado a las tablas en el siglo XIX francés para ser exhibido y ridiculizado por los hermanos Cogniard.
 
Una arraigada leyenda cuenta que el soldado Chauvin, batallando bajo las órdenes de Napoleón, habría perdido tres dedos y una parte de su cráneo en medio del combate, además de haberse fracturado el hombro: a pesar de la adversidad física, este joven militar habría defendido con pasión y orgullo a su país. Ese es el curioso origen del “chauvinismo”, un sentimiento atávico e instintivo que permite dar la vida por una nación a partir de la experiencia de pertenecer a ella, quitando la vida a otros. Y fue sólo en la década del noventa del siglo veinte que una tesis doctoral pudo demostrar que Nicolas Chauvin nunca existió, aunque sí el sentimiento asociado al apellido del personaje.
 
Es este sentimiento elemental el que se vuelve a reproducir en Chile en la víspera del fallo que zanjará la demanda interpuesta por Perú ante la Corte Internacional de Justicia de La Haya. En este sentimiento primitivo (antropológicamente hablando) convergen desde el diputado PPD Jorge Tarud, que reivindica la ratificación popular del fallo mediante un plebiscito imaginario y llama a abandonar el pacto de Bogotá bajo el cargo de que éste permite que “unos caballeros” decidan sobre asuntos de soberanía, hasta un analista gremialista, Axel Buchheister, que se suma a la genial idea de restarse de dicho pacto. Qué duda cabe: expresiones primarias de esta naturaleza recogerán el apoyo de una enorme mayoría de chilenos, cuyo fundamento no es otro que la reiteración del orgullo del soldado imaginario Chauvin. El “chauvinismo”, así como su primo el nacionalismo constituían para Einstein una enfermedad infantil, la “rubeola de la humanidad”. Tenía razón.
 
A decir verdad, no me preocupan ni el fallo ni quienes serán los derrotados, sino más bien sus repercusiones en la psicología de los pueblos y en las representaciones de su gloria. Estoy consciente de las implicancias económicas y de orgullo para unos y otros que este fallo implicará. Pero, seriamente hablando, ¿nos sentiremos realmente viviendo en un país más pequeño y estrecho, o es sólo una representación racial de la estrechez, en donde no nos es tolerable que el cholo tenga la razón? ¿Experimentaremos realmente un océano menos extenso, o será más bien la confirmación de que la diplomacia peruana es de primer nivel y la chilena de segundo rango, al haber descuidado el razonamiento político? Entonces, ¿es razonable interpretar el fallo en términos exclusivamente jurídicos, desconociendo que en las relaciones entre Estados subyacen culturas e historias, es decir, la política, lo que obligaba a actuar en términos no sólo jurídicos?
 
Si Chile es derrotado por Perú, en algún sentido que pocos entenderán, ante una Corte respetable que entiende de derecho y de política que permean al juicio jurídico, no será sólo por motivos expertos. Si el “chauvinismo” es una experiencia que se origina en una subjetividad arcaica, el patriotismo del que hace gala el diputado Tarud es un sentimiento primitivo y peligroso. En algún sentido expresa lo que es la mala política: manipulación de sentimientos primarios masivos; despolitización del juicio de realidad; orgullo patriotero a ultranza que es indiferente al aislamiento en el que podría caer Chile en el continente; belicismo disfrazado en una retórica de la justicia que en nada contribuye a la paz entre los pueblos, y menos al bien de Chile.
 
Joignant, Alfredo
Escuela de Ciencias Políticas
Universidad Diego Portales

www.alfredojoignant.cl
 
Fuente: http://blogs.lasegunda.com  20 de enero del 2014.

jueves, 10 de octubre de 2013

Fin del enciclopedismo y ascenso del pensamiento no memorístico.

LOS ÚLTIMOS DE SU ESPECIE


Pablo Quintanilla (Filósofo)
Disfruto leyendo a Vargas Llosa. Sigo con placer sus oraciones bien construidas, la cuidadosa elección de las palabras, el equilibrio y el ritmo con que juega con la sintaxis, arriesgando a veces, en ocasiones desconcertando, siempre deleitando.
Tanto en sus novelas como en sus ensayos, el lenguaje es un personaje más del texto. Mario es lo que se llamaría un orfebre de la palabra, lo que ha logrado tanto gracias a un talento natural como a un oficio practicado, pulido y entrenado por décadas.
Sus oraciones no me impactan tanto porque muestren un ángulo de las cosas iluminador, como sería el caso de Lawrence Durrell, Gore Vidal, Cortazar o Borges. No percibo la mirada existencial que hallo en Marguerite Yourcenar, Iris Murdoch o Philip Roth. Vargas Llosa cincela oraciones bien ensambladas, así como textos agudamente hilvanados que generan atmósferas envolventes.
Aunque no siempre estoy de acuerdo con sus tesis políticas, la idea principal de su libro La civilización del espectáculo -arduamente criticado- me pareció algo incomprendida. Pero ahora sí tengo una discrepancia de fondo. En su reciente artículo, “Entre caballeros andantes y juglares” (La República, 06/10/2013) Mario termina prediciendo, con tono apocalíptico, el fin de los grandes intelectuales de antaño. Termina afirmando que con la muerte de Martín de Riquer se va uno de los últimos grandes humanistas, “uno de los últimos de su especie”, pues la memoria y el trabajo intelectual serán reemplazados por las computadoras, por lo cual “todos sabremos todo, lo que equivale a decir: nadie sabrá ya nada”.
Mario tiene razón en que el internet y los buscadores han transformado la vida intelectual. Ya es necesario almacenar grandes cantidades de datos en el cerebro, porque dispositivos externos a nosotros hacen ese trabajo. De manera análoga, Sócrates lamentaba que la escritura congela y coagula el pensamiento –y por ello nunca escribió nada-, pero fue gracias a ese dispositivo externo a él que nosotros podemos saber, gracias a Platón, como pensaba. La posibilidad de almacenar grandes cantidades de información sin usar la memoria permitirá que concentremos nuestra atención en otra cosa. Ya no en recordar, eso lo harán las máquinas, sino en seleccionar y procesar la información de manera creativa y novedosa. No será un mérito saber datos sino tener la habilidad de integrar la información de manera original. Los exámenes no medirán la capacidad del disco duro sino la calidad del procesador. Riquer y Vargas Llosa están entre los últimos intelectuales de una era que se acaba, en que el acceso a la información era tarea difícil y el retenerla un mérito valorado. Pero empieza otra y, estoy seguro, esta será más interesante y retadora. Toda la información está ahora en nuestras manos, sea si uno vive en Nueva York o en el Valle del Colca. Vamos a ver qué podemos hacer con ella.
Fuente: Diario 16. 10 de octubre del 2013.

sábado, 22 de junio de 2013

La Escuela Keynesiana vs. la Escuela Austríaca de Economía.

Keynes versus Hayek

Por: Luis Felipe Zegarra

Existen dos escuelas de pensamiento antagónicas con respecto al rol de las políticas macroeconómicas y, en particular, el efecto de las políticas públicas en la economía y su capacidad para enfrentar booms y recesiones. Estas escuelas son la Escuela Keynesiana y la Escuela Austríaca de Economía.

Por un lado, la Escuela Keynesiana sostiene que el Estado tiene un rol importante para reducir el desempleo. Las políticas fiscales y monetarias expansivas “ayudan” a que la economía aumente sus niveles de producción y empleo. En momentos de recesión, de acuerdo con esta escuela, el Estado debe intervenir activamente aplicando “políticas económicas contracíclicas”, es decir, aumentando el gasto y la cantidad de dinero. Las recesiones serían entonces un problema de poco gasto, por lo que el Estado podría “hacer algo” para remediar el problema.

Por el contrario, de acuerdo con la Escuela Austríaca de Economía, el Estado es el principal responsable de las burbujas financieras y económicas. El Estado exacerba los períodos de booms como consecuencia de la excesiva creación de dinero. Esta excesiva creación de dinero “infla” a la economía, distorsionando los precios relativos y la tasa de interés, y distorsionando además los incentivos a invertir. Las recesiones, en este caso, representan simplemente el ajuste de una economía al equilibrio, ajuste que involucra la eliminación de mala inversión. En recesiones, el Estado no debe intervenir, pues de otra manera los mercados tardarán más tiempo en ajustarse. Es decir, la “mala” inversión demorará más en diluirse, con lo que una recesión se convertirá en una depresión.

La Gran Depresión y la recesión de los años 30s significaron sin duda un momento de enfrentamiento de estas dos posiciones antagónicas. Por un lado, John Maynard Keynes sostenía que el Estado debía aumentar sus niveles de gasto y así reducir el desempleo. Por el otro, Friedrich Hayek —uno de los más importantes representantes de la Escuela Austríaca— sostenía que el Estado no debería intervenir en la economía y debería dejar que los mercados se ajusten y se elimine la mala inversión de los años 20s.

Políticamente, la posición keynesiana tenía un mayor atractivo. Después de todo, frente a una crisis económica muy profunda, la mayor parte de políticos probablemente optarán por las recetas planteadas por quienes sostienen que “el Estado debe intervenir” y no por las recetas de quienes sostienen que “es mejor que el Estado no intervenga para que los mercados se ajusten”. Las políticas aplicadas en los Estados Unidos entonces consistieron en la receta keynesiana: más gasto público y más dinero. La receta keynesiana no fue, sin embargo, la solución al problema: la depresión duró hasta finales de los años 30s, pese a las políticas de más gasto.

Ello no debería sorprendernos. La depresión fue profunda porque justamente el Estado intervino en los mercados con más dinero y más gasto, inflando la economía, y no permitiendo que los mercados de ajusten. Los gobernantes tomaron una mala decisión en los años 30s y profundizaron la crisis.

Desafortunadamente, la evidencia histórica no ha servido para que los gobiernos aprendan de sus errores pasados. Cada vez que hay una crisis, aparecen quienes sostienen que la solución es más gasto o más dinero. En los años 30s —como ahora— los gobiernos sintieron la necesidad de intervenir en la economía, sin reconocer que era más bien la intervención del Estado en los mercados la que generaba los desajustes, y que una mayor intervención no significaba una solución, sino más bien una profundización de la recesión.  

Fuente: Diario 16 (Perú). 22 de junio del 2013.

domingo, 2 de junio de 2013

Reflexión sobre la Ética por el filósofo Fernando Savater.

Inflación ética

Se usa la moral como coartada, para tapar huecos y remediar todo tipo de males


Por: Fernando Savater (Filósofo)

De antaño sabemos que una de las causas más frecuentes de muerte para corrientes ideológicas o movimientos políticos es el éxito. Tal es el caso de la ética, que a fuerza de tanto triunfo actual está ya en la UVI y con respiración asistida. La ética parece ser la bella desconocida que a todos conquistaría si llegase a tiempo al baile, la coraza que resguarda a cuantos avanzan justicieros contra el dragón de la realidad, la pócima de Fierabrás que todo lo cura pero que se dispensa, ay, en redomas demasiado pequeñas. Porque precisamente en eso consiste el encanto de dar mandobles éticos, un arma que siempre es crítica y casi nunca autocrítica. Entre varias más académicas, la única definición consagrada por el uso y la convicción de todos dice así: ética es lo que les falta a los demás. ¿Cómo resistirse a su encanto?
La ética sirve hoy para tapar todos los huecos, administrativos o teóricos. Por ejemplo, en el proyecto de reforma educativa promovida por el ministro Wert, se la utiliza con el nombre de “valores éticos” como alternativa y coartada para justificar la inclusión del catecismo como asignatura puntuable de primera magnitud. Algo así como obligar a quien no cree en los horóscopos a dedicarse a los crucigramas... Pero también tropezamos con el fulgor de la ética como remedio de los males de la economía o la política. En este caso, es más bien como si se recomendase apagar los incendios forestales con un hisopo de agua bendita. Parece darse por hecho que todos los valores, por serlo, tienen que pertenecer a la moral, mientras que el resto de las interacciones humanas se mueven por intereses y estos sirven solo para enfrentar a los humanos, nunca para unirlos. O sea que la ética baja del cielo y todo lo demás bulle desde el cieno: mal asunto, porque el lado de los ángeles es el que queda bien, pero después siempre gana el barro.
Las leyes no deben pretender zanjar las divergencias morales de los ciudadanos, sino crear un ámbito en el que puedan convivir todas

No hay nada peor para los valores que convertirlos todos en moneda ética. ¿Acaso solo pueden ser principios morales los que aconsejen acabar con los paraísos fiscales, como si no hubiese razones económicas para obstaculizar los fraudes y la evasión de impuestos? ¿No pueden encontrarse en la economía misma intereses sociales que desaconsejen la tolerancia con los depredadores? ¿No hay en la política razones para tener por bueno a quien busca según sus luces el acuerdo con otros y el bien común, no su mero lucro privado? ¿Se remediarán nuestros males exigiendo a los políticos comportamientos morales y no rectitud política? En Euskadi, con un terrorismo puesto casi fuera de combate por quienes se enfrentaron sin eufemismos ni atajos ilegales con él, buscan ahora por medio de una ponencia de paz parlamentaria un “suelo ético” sobre el que convivir, como si la Constitución y el Estatuto que hemos defendido con tanto esfuerzo contra ETA y servicios auxiliares no brindasen valores suficientes para organizar una comunidad democrática que no excluye a quienes una vez lucharon contra ella aunque sin ceder ante los que siguen tratando de subvertirla por otros medios.
Pero es que además la ética, en cuanto reflexión que busca la excelencia personal (puesto que cada cual solo se conoce a sí mismo como sujeto de la intención, buena o mala), puede entrar en ocasiones en conflicto con las exigencias públicas de ciertos roles sociales. Si por ejemplo un multimillonario (pongan ustedes el nombre que prefieran en la línea de puntos) siente un retortijón íntimo de conciencia y decide repartir toda su fortuna entre los más necesitados, es muy probable que encuentre argumentos morales para justificarse. Pero si ese mismo escrúpulo aqueja al ministro de Economía de un país respecto al erario público, lo mejor que puede hacer es renunciar a su cargo para no seguir un impulso que va contra otros valores prudenciales tan perfectamente respetables como los éticos que conmueven su corazón. Porque no solo se nos puede exigir una moral de principios, sino también otros principios derivados de la responsabilidad, como señaló en su día Max Weber. A quien quiera aprender en vivo la diferencia entre ambas cosas le recomiendo Lincoln, de Spielberg, que cuenta cómo el hombre más puro de Estados Unidos revocó la historia para la libertad por medio de la corrupción.
Al prohibir los toros, el Parlamento catalán convirtió en obligatoria una opción moral

En una sociedad abierta y pluralista, por tanto laica y no sometida a rigideces teocráticas, las leyes no deben pretender zanjar las divergencias morales de los ciudadanos, sino crear un ámbito en el que puedan convivir todas sin humillación de nadie. O sea, lo contrario de lo que ocurrió cuando el Parlamento catalán prohibió las corridas de toros, convirtiendo en obligatoria la opción moral de una parte de la ciudadanía contra la de los demás. Algunos que en su día apoyaron esa ley han descubierto ahora, con motivo de la posible modificación de la ley sobre la interrupción del embarazo, las virtudes de respetar la decisión personal y no imponer una ética única a toda la población. Bienvenidos a la tolerancia… o al menos a la cordura legal. En el tema del aborto, las perplejidades éticas son inevitables y deberían ser celebradas como una muestra del desarrollo de la conciencia que aquilata los valores vitales, no como un atraso. Solo un idiota moral —que los hay— afronta esa situación con la misma despreocupación que quien se extirpa un lobanillo. Pero ninguna legislación puede zanjar tales escrúpulos: si es discreta, se conformará con impedir que se vean agravados por persecuciones penales y una clandestinidad anti-higiénica.
El supuesto de aborto lícito en el caso de una malformación grave del feto presenta precisamente el ejemplo de un auténtico dilema moral contemporáneo. Antes no hubiera existido, porque no teníamos la tecnología adecuada para detectar tales casos: la cuestión la resolvía en ciertas culturas tras el nacimiento el infanticidio (que no es lo mismo que un “feticidio”) o la resignación ante lo que nos manda la naturaleza o Dios. La ética no cambia radicalmente con los tiempos, pero como trata de la valoración de nuestras acciones evoluciona según se amplían las capacidades humanas. Hoy podemos decidir con información suficiente antes del nacimiento, en las primeras etapas del embarazo, y el verdadero problema moral ahora no es si se tiene derecho a abortar en caso de graves malformaciones sino si, conociéndolas, se tiene derecho a dar a luz. La norma legal debe señalar el marco razonable de ese íntimo debate, sin aspirar a tener nunca la última palabra.
En cuanto reflexión sobre nuestros fines vitales, la ética puede considerarse el telón de fondo de acciones e instituciones. Se ocupa de cómo lo humano debe reconocer y tratar diferenciadamente a lo humano, o sea que siempre es “especieísta” —contra lo que creen animalistas varios— pero naturalmente racional, contra lo que piden los teólogos. Aunque desde luego no agota todos los campos de valoración ni reduce los retos de nuestra interacción a una simplicidad binaria o maniquea.
Fuente: Diario El País. 29 de mayo del 2013.

sábado, 13 de abril de 2013

Antonio Campillo "Repensar la relación entre ethos, polis y kosmos".


La crisis del pensamiento occidental

Carecemos de una razón común con la que afrontar los retos de la humanidad


Aristóteles definió al ser humano como “animal político” y como “animal dotado de logos”. Y atribuyó a este término griego tres significados: es el lenguaje con el que pensamos y nos comunicamos; es la ley con la que juzgamos nuestras acciones y discriminamos entre lo justo y lo injusto; y es, en fin, el medio de conocimiento con el que nos representamos el mundo.
El logos (la ratio de latinos) nos permite pensar libremente, convivir con los otros y conocer el mundo. Gracias a él, podemos modelar reflexivamente nuestro ethos, debatir con los demás las leyes de la polis, poner nombre a los fenómenos del kosmos, y transmitir toda esa experiencia a través de la educación. En la antigua Grecia había un vínculo inseparable entre la subjetividad ética, la convivencia política y el conocimiento del mundo. Y el koinon logon o “razón común” de Heráclito (según la traducción del recientemente fallecido Agustín García Calvo) es el hilo sagrado que permite tejer entre sí esos tres grandes ámbitos de la experiencia humana.
Esta es la herencia y la tarea que los filósofos griegos legaron a la tradición cultural de Occidente, y que fue convertida en un proyecto civilizatorio con vocación universalista por los filósofos de la Ilustración y los padres fundadores de las primeras democracias modernas.
Sin embargo, la civilización occidental tenía un lado sombrío: de la “razón común” estaban excluidas las mujeres, los asalariados, los esclavos y los “bárbaros”. Por eso, a partir del siglo
XIX, surgieron tres grandes movimientos emancipatorios: el feminismo, el socialismo y el movimiento antiesclavista y anticolonialista. Todos ellos se rebelaron contra una sociedad “civilizada” que jerarquizaba a los seres humanos en razón de su sexo, clase social, etnia, etcétera.
Pero la autocrítica y renovación de Occidente no ha seguido un camino lineal y ascendente. La terrible “guerra civil europea” (1914-1945) dio paso a los “30
años gloriosos” (1945-1975) que, a pesar de la amenaza nuclear y la guerra fría, hicieron posible la ONU, la Declaración Universal de Derechos Humanos, la descolonización, los Estados de bienestar, la Unión Europea y los nuevos movimientos sociales (ecologismo, pacifismo, etcétera). Pero, en las tres últimas décadas, hemos asistido a la gran ofensiva del capitalismo neoliberal, que pretende desmantelar una a una todas las conquistas civilizatorias conseguidas en Occidente y en el resto del mundo.

Un signo de la crisis es la reducción de los estudios de artes y humanidades en los países de
ideología neoliberal
En pleno ascenso del nazismo, el judío alemán Husserl escribió La crisis de las ciencias europeas, para denunciar el divorcio entre el progreso tecno-económico y el retroceso ético-político, y para exigir a los filósofos que asumieran no ya el papel de tábanos de la polis, como Sócrates, ni el de profesores del Estado-nación, como Hegel, sino el de “funcionarios de la humanidad”. Hoy estamos viviendo un nuevo retorno de la barbarie, pero la amenaza no viene ya de tal o cual Estado totalitario, sino de un capitalismo depredador, desregulado y globalizado. No solo estamos viviendo la más grave crisis económica y social desde la década de 1930, sino también una crisis ecológica global, una crisis de legitimidad de la democracia parlamentaria y una crisis civilizatoria que afecta al conjunto del pensamiento occidental.
En Sin fines de lucro, la filósofa estadounidense Martha Nussbaum ha alertado de esta “crisis silenciosa” del pensamiento occidental, una de cuyas manifestaciones es la reducción de los estudios de artes y humanidades en todos los países que han adoptado la ideología neoliberal y, con ella, una concepción economicista y tecnocrática del conocimiento y la educación.
Citaré dos ejemplos cercanos. Uno: el VIII Programa Marco de la UE (Horizonte 2020) establecía cinco áreas estratégicas de investigación y excluía a las Ciencias Sociales y las Humanidades; se las incluyó cuando protestaron 25.000 investigadores; en España, el Plan Estatal de Investigación 2013-2016 sigue la misma línea tecnocrática. Dos: el borrador de la LOMCE concibe la educación como una preparación profesional para competir en el mercado, segrega al alumnado en función del rendimiento, convierte la formación moral en un sucedáneo de la religión y suprime dos de las tres materias filosóficas impartidas durante toda la democracia.
La humanidad se enfrenta hoy a retos inmensos que ponen en riesgo la vida, la libertad, la convivencia y la supervivencia misma de millones de seres humanos. Pero carecemos de una “razón común” que nos permita afrontarlos. Vivimos una globalización de facto, pero no de iure. Por eso, hemos de repensar la relación entre ethos, polis y kosmos, para adecuarlas a las condiciones de una sociedad global cada vez más compleja, interdependiente e incierta.
En resumen, necesitamos renovar profundamente el ejercicio del pensamiento. Por eso, lejos de ser un oficio anticuado e inútil, la filosofía tiene ante sí una gran tarea y una gran responsabilidad: ayudar a reconstruir la “razón común”, para que la humanidad viviente, entretejida ya en una sola sociedad planetaria, se haga cargo de su pasado múltiple y se enfrente al porvenir con una actitud reflexiva y cooperativa.
Antonio Campillo es catedrático de Filosofía de la Universidad de Murcia, coordinador de la Red Española de Filosofía (REF) y autor de El concepto de lo político en la sociedad global (2008).
Fuente: Diario El País (España). 13 de abril del 2013.

martes, 1 de enero de 2013

Sartre, genio sofista e hijo de su época. Crítica de Mario Vargas Llosa.



Sartre y sus ex amigos

PIEDRA DE TOQUE. Era un soberbio polemista; pero después de veinte años de leerlo y estudiarlo

con devoción, quedé decepcionado de sus vaivenes ideológicos, sus exabruptos políticos y su logomaquia.


Por: Mario Vargas Llosa (Escritor, ganador del premio nobel 2010)
Estaba ordenando el escritorio y un libro cayó de un estante a mis pies. Era el cuarto volumen de Situations (1964), la serie que reúne los artículos y ensayos cortos de Sartre. Lo encontré lleno de anotaciones hechas cuando lo leí, el mismo año que fue publicado. Comencé a hojearlo y me he pasado un fin de semana releyéndolo. Ha sido un viaje en el tiempo y en la historia, así como una peregrinación a mi juventud y a las fuentes de mi vocación.
Sus libros y sus ideas marcaron mi adolescencia y mis años universitarios, desde que descubrí sus cuentos de El muro, en 1952, mi último año de colegio. Debo haber leído todo lo que escribió hasta el año 1972, en que terminé, en Barcelona, los tres densos tomos dedicados a Flaubert (El idiota de la familia), otra de las tetralogías que dejó incompletas, como las novelas de Los caminos de la libertad y su empeño en fundir el existencialismo y el marxismo, Crítica de la razón dialéctica, cuya síntesis final, prometida muchas veces, nunca escribió. Después de veinte años de leerlo y estudiarlo con verdadera devoción, quedé decepcionado de sus vaivenes ideológicos, sus exabruptos políticos, su logomaquia y convencido de que buena parte del esfuerzo intelectual que dediqué a sus obras de ficción, sus mamotretos filosóficos, sus polémicas y sus úcases, hubiera sido tal vez más provechoso consagrarlo a otros autores, como Popper, Hayek, Isaías Berlin o Raymond Aron.
Sin embargo, confieso que ha sido una experiencia estimulante —algo melancólica, también— la relectura de su polémica con Albert Camus del año 1952, sobre los campos de concentración soviéticos, de su recuerdo y reivindicación de Paul Nizan, de marzo de 1960, y del larguísimo epitafio (casi un centenar de páginas) que dedicó a la memoria de su compañero de estudios, aventuras políticas y editoriales, amigo y adversario, el filósofo Maurice Merleau-Ponty (1961).
Era un soberbio polemista y su prosa, que solía ser siempre inteligente pero seca y áspera, en el debate se enardecía, brillaba y parecía insaciable su afán de aniquilación conceptual de su contrincante. No se equivocó Simone de Beauvoir cuando dijo de él que era “una máquina de pensar”, aunque habría que añadir que ese intelecto desmesurado, esa razón razonante, podía ser también, por momentos, fría y deshumanizada como un arenal. Leída hoy, no cabe la menor duda de que su respuesta a Camus era equivocada e injusta, y que fue el autor de El extranjero quien defendió la verdad, condenando la muerte lenta a que fueron sometidos millones de soviéticos en el gulag por el estalinismo a menudo por sospechas de disidencia totalmente infundadas y sosteniendo que toda ideología política desprovista de sentido moral se convierte en barbarie. Pero, aun así, los argumentos que esgrime Sartre, pese a su entraña capciosa y sofística, están tan espléndidamente expuestos, con retórica tan astuta y persuasiva, tan bien trabados e ilustrados, que suscitan la duda y siembran la confusión en el lector. Arthur Koestler pensaba en Sartre cuando dijo que un intelectual era, sobre todo en Francia, alguien que creía todo aquello que podía demostrar y que demostraba todo aquello en que creía. Es decir, un sofista de alto vuelo.
La evocación de Paul Nizan (1905-1940), su condiscípulo en el liceo Louis le-Grand y en la École Normale Supérieure, a quien lo unió una amistad tormentosa, es soberbia y —adjetivo que rara vez merecían sus escritos— conmovedora. Hijo de un obrero bretón que, gracias a su talento, recibió una educación esmerada, Nizan fue muchas cosas —un dandi, un anarquista, autor de panfletos disfrazados a veces de novelas que seducían por su violencia intelectual y su fuerza expresiva— antes de convertirse en un disciplinado militante del Partido Comunista. Cuando el pacto de la URSS con la Alemania nazi, Nizan renunció al partido y criticó con dureza esa alianza contra natura. Poco después, apenas comenzada la Segunda Guerra Mundial, murió en el frente de una bala perdida. Pero su verdadera muerte fue la pestilencial campaña de descrédito desatada por los comunistas para envilecer su memoria.
Camus rompió con Sartre por la cercanía de éste con el Partido; Nizan, por las diferencias y reticencias que guardaba con aquél. En su ensayo, que sirvió de prólogo a Aden, Arabie, Sartre hace un recuento muy vivo de la fulgurante trayectoria de ese compañero que parecía destinado a ocupar un lugar eminente en la vida cultural y que cesó, de aquella manera trágica, a sus 35 años. En tanto que, cuando refuta a Camus, aparece como un perfecto compañero de viaje, en el que dedica a defender la vida y la obra de Nizan, Sartre es un debelador implacable del sectarismo dogmático que cubría de calumnias infames a sus críticos y prefería descalificarlos moralmente antes que responder a sus razones con razones. El ensayo es también una premonición de lo que podría llamarse el espíritu de mayo de 1968, pues en él Sartre propone a Nizan como un ejemplo para las nuevas generaciones, por haber sido capaz de romper los moldes ideológicos y las convenciones y esquemas dentro de los que se movía la izquierda francesa, y haber buscado por cuenta propia y a través de la experiencia vivida un modo de acción —una praxis— que acercara el medio intelectual a los sectores explotados de la sociedad.
El ensayo sobre Merleau-Ponty es, también, una autobiografía política e intelectual, un recuento de los años que compartieron, como estudiantes de filosofía en la École Normale Supérieure, su descubrimiento de la política, del marxismo, de la necesidad del compromiso, y, sobre todo, su toma de conciencia del odio que les inspiraba el medio burgués de que ambos provenían. Este odio impregna todas las frases de este ensayo y se diría que, a menudo, es él, antes que las ideas y las razones, y antes también que la solidaridad con los marginados, el que dicta ciertas tomas de posición y pronunciamientos de los dos amigos. Sartre es muy sincero y poco le falta para reconocer que, en su caso, la revolución no tiene otro objetivo primordial que borrar de la tierra a esa clase social privilegiada, dueña del capital y del espíritu, en la que nació y contra la que alienta una fobia patológica. En este ensayo aparece la famosa afirmación sartreana (“Todo anticomunista es un perro”) que llevó a Raymond Aron a preguntar a Sartre si había que considerar a la humanidad una perrera.
Merleau-Ponty fue el último de los intelectuales de alto nivel con los que Sartre fundó Les Temps Modernes en romper con la revista que, durante años, fue para muchos jóvenes de mi generación una especie de Biblia política. A partir del alejamiento de Merleau-Ponty, en los años cincuenta, sólo quedarían con Sartre los incondicionales, que, durante toda la guerra fría, aprobarían sus idas y venidas y sus retruécanos a veces delirantes en esa danza sadomasoquista que vivió hasta el final con todas las variantes comunistas (incluida la China de la revolución cultural).
Este ensayo impresiona porque muestra la fantástica evolución de Europa en el medio siglo transcurrido desde que se escribió. Cuando Sartre lo publica, la URSS parecía una realidad consolidada e irreversible. La guerra fría daba la impresión de poder transformarse en cualquier momento en guerra caliente y, aunque Sartre y Merleau-Ponty discrepan sobre muchas cosas, ambos están convencidos de que la tercera guerra mundial es inevitable y que, una vez que estalle, el Ejército soviético tardará muy poco en ocupar toda Europa occidental.
La política impregna hasta los tuétanos la vida cultural en todas sus manifestaciones y los extremos apenas dejan espacio a un centro democrático y liberal que tiene pocos defensores en el mundo intelectual. No sólo Sartre y Merleau-Ponty ven en De Gaulle y la Quinta República a un fascismo renaciente y en Estados Unidos a un nuevo nazismo. Semejante disparate es en aquellos años de esquematismo e intolerancia un lugar común. Produce vértigo que pensadores que nos parecían los más lúcidos de su tiempo se dejaran cegar de ese modo por los prejuicios políticos.
Ahora bien. Pese a las orejeras ideológicas que delatan, aquellos debates tienen algo que en el mundo de hoy ha sido barrido por, de un lado, la banalidad y la frivolidad, y, por otro, el oscurantismo académico: la preocupación por los grandes temas de la justicia y la injusticia, la explotación de los más por los menos, el contenido real de la libertad, cómo conciliar ésta con la justicia e impedir que sea sólo una abstracción metafísica, etcétera. En nuestros días los debates intelectuales tienen un horizonte muy limitado y transpiran una secreta resignación conformista, la idea de que aquellas utopías de los tiempos de Sartre y Camus han quedado para siempre erradicadas de la historia. Hoy por hoy, tratándose de política, el sueño está prohibido, ya sólo son admisibles los sueños literarios y artísticos.
Fuente: Diario El País (España). 30 de diciembre del 2012.

sábado, 8 de diciembre de 2012

Rousseau, predecesor del Romanticismo, padre del Jacobinismo, la Democracia moderna, el Totalitarismo, antecesor del Psicoanálisis y precursor del nacionalismo moderno.


El enigma Rousseau

El filósofo es uno de los autores más contradictorios. La lectura dominante lo presenta como icono de la democracia moderna pero su obra marca el despertar de las ideologías irracionalistas y del nacionalismo.


Por: María José Villaverde. Catedrática de Ciencia Política de la UCM
Hace trescientos años nació uno de los pensadores más influyentes de la historia del pensamiento político, un hombre que cautivó con Emilio, hizo llorar con las Confesiones y alentó revoluciones con El contrato social.Rousseau es uno de los autores más contradictorios e inclasificables del siglo XVIII. Ya en 1750, tras la publicación del Discurso sobre las Ciencias y las Artes, las elites europeas, con el rey Estanislao de Polonia a la cabeza, le recriminaron sus incoherencias –escritor que ataca la literatura, amante de los espectáculos que arremete contra el teatro, crítico de las ciencias y las artes que se presenta a un premio de la academia-. Rousseau responderá a sus críticos con un gesto impactante: se retirará del mundo y sus pompas –es un decir-, renunciando al reloj, la espada, los encajes y las medias blancas, símbolos mundanos por excelencia, y adoptará la túnica armenia. La imagen de excentricidad y rebeldía que encarna, con el pelo semi-largo y la barba mal afeitada, acabará, más tarde, por convertirse en seña de identidad de los románticos europeos.
En Jean-Jacques la persona y la obra se entrecruzan, se mezclan, se superponen. Cautiva porque apela al corazón del lector, buscando su comprensión, su simpatía, su complicidad. En eso radica su modernidad –que no en sus ideas políticas-. ¿Cómo no sentirnos conmovidos por su proximidad y no apiadarnos por la profunda insatisfacción de ese ser lleno de amargura y de resentimiento social, sin familia y sin patria, que anhela ser querido y aceptado? Un hombre en guerra con el mundo, siempre por delante o por detrás de su época, inadaptado e incómodo entre la élite ilustrada, hedonista, materialista y descreída. "Un perro me resulta mucho más cercano que un hombre de esta generación" escribe en los Esbozos de las Meditaciones. Y los Diálogos aparecen encabezados con este verso de Ovidio: “Aquí soy un bárbaro porque estas gentes no me entienden”.
A Jean-Jacques se le han puesto todo tipo de etiquetas: individualista y colectivista, defensor de la propiedad privada e igualitario, predecesor de Marx y teórico liberal, pensador anclado en el pasado y predecesor del Romanticismo, padre del Jacobinismo y padre de la Democracia moderna, padre del Totalitarismo, antecesor del Psicoanálisis, precursor del nacionalismo moderno, etc.
Entre tanta paternidad ¿qué etiqueta elegir? Si para abrirnos paso entre esta maraña de interpretaciones recurrimos a sus contemporáneos, quedaremos defraudados al constatar que tanto los revolucionarios como los contrarrevolucionarios de 1789 utilizaron El contrato socialcomo arma arrojadiza. En nombre de los ideales allí expuestos unos iban a prisión y otros los condenaban, unos subían a la guillotina y otros los guillotinaban. Los defensores del Antiguo Régimen editaban panfletos para demostrar que el “verdadero” Rousseau se oponía a los cambios revolucionarios. Y así es. Todos aquéllos que han visto afinidades entre su pensamiento y el comunismo o el anarquismo deberían leer susEscritos sobre el Abbé de Saint-Pierre en los que se opone rotundamente a la utilización de medios violentos. Aún así, El contrato social se convirtió en libro de cabecera de Fidel Castro y en legado de Simón Bolívar a la universidad de Caracas, a pesar de que Proudhon lo había catalogado de “breviario de la tiranía”.
Otra lectura lo presenta como uno de los máximos representantes del siglo de las Luces. Pero, cuidado, no olvidemos que ya Diderot, en elEnsayo sobre los reinos de Claudio y de Nerón, le encuadró dentro de las Anti-Luces. No es que Rousseau viviera ajeno a los descubrimientos vanguardistas ni a las reflexiones más radicales de los ilustrados. Ni mucho menos. Se codeaba con ellos y tenía información de primera mano, incluso cenaba con Diderot y Condillac una vez a la semana en “Le panier fleuri”. Diderot le leía su Carta para los ciegos para uso de los que ven, un texto fundamental para entender su evolución hacia el spinozismo, el materialismo, el pre-darwinismo y el ateísmo. Jean-Jacques escucha, calla y acumula angustia y desazón hasta que, en 1756, rompe con sus antiguos amigos y se presenta públicamente como el defensor de la Providencia, escorando así hacia las Anti-Luces.
Rousseau es un individualista que anhela desprenderse de su individualismo y perderse en lo colectivo. Su ideal político remite a las repúblicas grecorromanas. Lo ratifican sus constantes elogios a Esparta y Roma en El contrato social así como el lamento de las Confesiones: “¡Por qué no habré nacido ciudadano romano!”. Y lo corroboran sus dos proyectos de constitución para Córcega y Polonia.
Su reivindicación de una comunidad todopoderosa y absoluta, presidida por la voluntad general, a la que el individuo se entrega con todos sus derechos y por la que está dispuesto a morir, no puede ser más ajena a la mentalidad ilustrado-liberal. Ni su negación de los derechos individuales, teorizados por Locke y recogidos en las declaraciones de derechos y en las constituciones del siglo XVIII. Basta recordar que en El contrato social restringe la libertad de expresión, de reunión y de asociación y que rechaza la división de poderes, el freno que Locke y Montesquieu blandían contra el poder absoluto.
Rousseau va a liquidar otro de los grandes logros ilustrados, el cosmopolitismo. El ideal de tolerancia y apertura al mundo, encarnado por la República de las Letras, será sofocado por el nuevo valor en alza, el patriotismo de raíces grecorromanas que Voltaire, en su artículo “patria” del Diccionario filosófico, califica de fanático y que en Rousseau raya en la xenofobia. “El patriotismo exige la exclusión” escribe en 1763, en carta a Leonard Vsteri. Y en Emilio ratifica: “Todo patriota es duro con los extranjeros (…) que no son nada”. Reforzar la identidad nacional se convierte en el gran objetivo de sus proyectos de constitución para Córcega y Polonia donde la educación es el arma utilizada para crear patriotas: “desde que nace, un niño no debe ver más que la patria”.
Descartada la etiqueta de liberal, aún nos queda lidiar con la de igualitario. Es verdad que Rousseau habla mucho de igualdad y de libertad pero no nos engañemos. La imagen mítica que presenta en El Contrato social de una sociedad de hombres libres e iguales que resuelven sus asuntos reunidos en asamblea bajo un árbol, es una imagen falsa. Porque en realidad se trata de una comunidad de propietarios donde no tienen cabida los asalariados ni los sirvientes. Y es que, en el fondo, Rousseau siente un profundo desprecio por los no propietarios, como lo prueban la dedicatoria al Segundo Discurso, algunos párrafos de El Contrato social y las Cartas escritas desde la Montaña, donde abundan calificativos como populacho embrutecido e indigno, mercenarios, viles, canallas, etc.
Jean-Jacques fue, además, un misógino pertinaz idolatrado por las damas que derramaron ríos de lágrimas con Emilio y La Nueva Eloisa. Fugaz secretario de una proto-feminista, Mme. Dupin, fue inmune a sus argumentos. Es clamoroso el silencio de El contrato social en lo que se refiere a los derechos políticos de las mujeres; simplemente las ignora. Y en Emilio no vacila en recluirlas en el hogar, alejarlas de toda actividad pública y someterlas al varón, incluso en el terreno religioso.
Con Rousseau se inicia una nueva andadura en el pensamiento europeo, marcada por el surgimiento del romanticismo pero también del resurgir del antifeminismo y el despuntar de las ideologías irracionalistas y del nacionalismo. Aunque sus ideas han sido manipuladas y malinterpretadas, y la lectura dominante se ha empecinado en convertirlo en icono de la democracia moderna o en símbolo revolucionario, Jean-Jacques ha logrado su objetivo: ser recordado por la posteridad.
Fuente: Diario El País (España). 08 de diciembre del 2012.