jueves, 28 de octubre de 2010

El conservadurismo mundial sólo se puede mantener desde la estupidez.

La estupidez y la esperanza
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Por: César Hildebrandt (Periodista)

¿De dónde viene tanta estupidez? ¿Qué fábrica trabaja día y noche haciéndola? Me imagino corporaciones cenicientas planeando estupideces, creándolas, mercadeándolas, adivinando qué nuevos apetitos aparecerán, cuáles serán los mercados emergentes.

¿Ha sido siempre así?

Supongo que no. Una cosa es la ignorancia en la que Europa se sumergió durante buena parte de la edad media y otra cosa es la contenta estupidez contemporánea. La ignorancia permite la inteligencia y, muchas veces, un gran talento marcha en paralelo con la más extrema delgadez cultural. La estupidez, en cambio, es exigente y totalitaria y exige la servidumbre del sujeto, la entrega completa a sus designios, la obediencia ciega a sus mandatos.

Quizá lo novedoso -y sombrío- de este siglo es que la estupidez se ha hecho mérito y virtud. Por eso es que los estúpidos están orgullosos de serlo. Y que muchísimos de ellos son recompensados precisamente por ser estúpidos. Y que la estupidez empieza a ser, en muchos rubros, un canon, una norma, casi un requisito. O sea que ser estúpido rinde.

Es tan importante la estupidez y tan extendido su predominio en el mercado del trabajo, sobre todo en aquello que tiene que ver con la comunicación, que algunos tienen que simularla para cobrar la quincena. Son los estúpidos fingidos. En RPP, por ejemplo, hay varios. Uno de ellos entrevista a Keiko Fujimori, la hija del jefe de una banda de ladrones, la engreída de un asesino mediato condenado a varias decenas de años en prisión, y formula el siguiente comentario: "Yo me pregunto -dice con voz dulzona-, ¿cómo hace esta candidata para subir y subir en las encuestas si apenas hace campaña?". Es un camaleón que ha servido a muchos amos -especialmente a Velasco, a García y a Fujimori-, y que ahora se hace el estúpido por si acaso vaya a tener que servir otra vez al fujimorismo regurgitado. ¡La estupidez como negocio!

Hacer estúpida a la gente es la inversión más rentable para el gran dinero que controla el mundo. Porque los estúpidos no se enteran y son felices, no están interesados y son felices, no piensan y son felices, compran y son felices. Y no causan mayores problemas y son felices. Son felices y hacen felices a los que los han hecho estúpidos para poder ser felices. ¿No es un encanto?

Porque una cosa es la felicidad personal por un buen día, una buena mujer, una profesión bien escogida, un destino hecho a pulso, y otra es aquella que viene de la inconsciencia, de la negación del otro, del olvido de la solidaridad como esencia social humana. Yo no podría comer frente a un niño hambriento: se me atragantaría cada bocado. El sistema actual, sin embargo, me exigiría que yo comiese sin culpa porque proclama, entre otras muchas cosas, que el hambre es una opción escogida por los corruptos africanos, los anárquicos sudamericanos y los ensimismados indios. Exige también que expulsemos del diccionario la palabra justicia. Claro: si no hay justicia, tampoco hay injusticia.

Todo entonces debe reducirse a este pandemonio de egoísmos rastreros, a esta guerra de mercados, a este mercado de las guerras. Y para ser feliz en un mundo como este hay que ser un estúpido violento, un autista moral, un pequeño canalla. En el Perú: un fujimorista.

Cuando vinieron los 60, el mundo era pura lucidez combatiente. La derecha mundial entendió -no sé si en Bilderberg o en cualquier otro lugar- que eso no podía continuar así y que una sociedad cuestionadora y en ebullición era irreconciliable con los planes que las derechas de Estados Unidos y Europa tenían para el mundo. Así que empezaron una campaña planetaria que supuso la mayor guerra de desinformación jamás desatada.

El pretexto fue magistralmente escogido: las tiranías comunistas eran, en efecto, tan esperpénticas que presentarlas como el ideal al que aspiraban todos los rebeldes de Mayo del 68 fue el primer terror sembrado. La izquierda fue tan cretina que siguió defendiendo, con Castro a la cabeza, los regímenes criminales de Checoslovaquia, Hungría o la República Democrática Alemana, donde pasaban vacaciones algunos peruanos aventajados. Después vinieron otros miedos, otras batallas. Los miedos cundieron y las batallas las perdió el progreso. El paso siguiente fue, y dado que los comunistas sólo querían muros y balas, convencer a los socialdemócratas de que "estar en el sistema democrático" suponía defender también el capitalismo salvaje y sin sindicatos pregonado por Thatcher y Reagan.

La gran conspiración ha funcionado. Ahora los medios de comunicación están, casi por decreto-ley, condenados a ser estúpidos. Y lo están porque son parte del conservadurismo mundial que gobierna y que hay que mantener en el gobierno. Y ese conservadurismo mundial sólo se puede mantener desde la estupidez. De modo que el método es claro: fabricar estúpidos para el rebaño mundial de consumidores anuentes, que a eso nos han reducido los que cortan el jamón.

La fórmula para hacer estúpidos es una vieja receta de algunas abuelas con várices: sobre un sofrito de deportes, vierta usted en una olla dos trozos de farándula picada, un buen atado de crímenes, algunas gotas de violación, un chorrito de reality show (hecho por estúpidos para estúpidos), unos diez gramos de porno, dos cucharadas soperas de Hollywood dinamitero, cuatro campañas de miedo, una pizca de islamofobia, 40 gramos de xenofobia, medio kilo de individualismo carnicero, y revuélvase bien antes de cocinarse a fuego lento durante toda la hora del noticiero. Sírvase caliente.

Y para el reinado de la estupidez es imprescindible controlar los medios de comunicación, las universidades, los partidos políticos, los sistemas de intercambio y de becas.

Y todo está bajo un relativo control. Y todo aquello que no se puede controlar, cercar y dominar es satanizado, monitoreado por el FBI, calumniado por la gran prensa. O convertido en estrafalario, excéntrico, loco.

Para que esta sí "perfecta dictadura" jamás cambie en lo esencial se requería un nuevo público. La mala ópera ahora es buena: su soprano apócrifa suena a la Callas, su tenor a Carusso, su orquesta de segunda a la sinfónica de Chicago. La mala ópera se canta ante un público que apenas oye. Eso es lo que ha sucedido. La estupidez aplaude a un mundo que terminará muriendo de empacho y hambre a la vez. Sólo hay un teatro en esa triste calle. El otro quebró porque no cambiaba de función.

Es el gran triunfo de la oscuridad.

Lo curioso es que esa oscuridad se presenta con luces y megáfonos, con ruidos de alegría y exclamaciones de placer.

A mí me da mucha risa cuando se habla de la sociedad de la información. Eso será para el vértigo de las transacciones de la bolsa de Londres, para el dato que parte, como un rayo, de Singapur a Nueva York en una maniobra de especulación. En cuanto a la gente, me atrevo a decir que ha habido pocas sociedades menos informadas que la nuestra.

A mí el pesimismo me carga porque es el camino de los quejicas y de los que no necesitan competir porque ya perdieron. Pero el optimismo de los estúpidos me carga más todavía. Y me carga el estúpido asunto ese de que tenemos la mejor comida, los mejores paisajes, las mejores iniciativas y el más envidiado de los horizontes si seguimos vendiendo piedras y aeropuertos. Es que aquí también ha triunfado el plan global del desenchufe cerebral. Basta leer Somos para entender cómo es que El Comercio percibe el periodismo de hoy: como afrodisíaco, como opiáceo y como fuga. O como aburrimiento, que es peor. Todo con tal de no contarnos cómo hace para impedir que los intereses chilenos sigan roncando en su directorio.

Mientras escribo estas líneas veo las noticias sobre Francia. Otra vez Francia nos devuelve la humanidad. Hay miles de personas en las calles protestando por lo que quiere hacer Sarkozy con las pensiones. No es que lo que quiera hacer el presidente francés sea particularmente grave. Es que millones de franceses han recordado que alguna vez hubo una Comuna, una revolución, unos derechos, una destitución de momias gobernantes, una ciudadanía nacida en el país de la razón y esparcida por el mundo. Una ciudadanía que gente como Sarkozy -o Berlusconi, o Cameron, o Merkel- no respetan ni respetarán si los privilegios del gran capital pueden verse afectados. No sé en qué terminará todo esto, pero amo a Francia más que nunca.

Fuente: Semanario "Hildebrandt en sus trece" (Perú), 22 de octubre del 2010.

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