Decálogo de la islamofobia nacional
Por: Luz Gómez García.
Profesora de Estudios Árabes e Islámicos de la Universidad Autónoma de Madrid. Su último libro publicado es Diccionario de islam e islamismo (Espasa).
Hacían falta dos cosas para azuzar política y mediáticamente la estigmatización de los musulmanes: crisis y elecciones. Los próximos comicios de primavera serán propicios para estas estrategias.
Tal vez sea aquí, en nuestro propio país, donde menos se ha insistido en el carácter ejemplar de la reacción de la inmensa mayoría tras el 11-M. A la cordura de la calle tratando al terrorismo de terrorismo, sin concesiones a la estigmatización de los musulmanes, siguió un juicio penal que, mal que le pese a cierto sector mediático, fue la admiración de la intelligentsia europea y estadounidense. A medio camino entre la sorpresa admirativa y la envidia sana, España fue, una vez más, diferente.
La diferencia la marcaba esta vez el ciudadano de a pie, su sentido común, avezado en la brega con el terrorismo y propenso a una vivencia personal de la fe religiosa: que España es un país profundamente católico que no va a misa no es ninguna paradoja. Tras demasiados años de nacionalcatolicismo, de eso era de lo que se trataba: de deslindar Iglesia y Estado, iglesias y naciones. A nuestro modo, entendíamos mejor a nuestros nuevos vecinos musulmanes si ellos celebraban el Aíd y nosotros celebrábamos la Navidad. No mucho más complicada era la relación hasta que llegaron los cálculos electorales, los vientos del Norte y la crisis.
Desde siempre, por así decir, la derecha española ha coqueteado con el fantasma de la inmigración, en uno de sus típicos ejercicios de cinismo: a la par que el Partido Popular alimentaba cuidadosamente su discurso antiinmigración, la población extranjera pasaba del 1,6% al 8,4% durante los Gobiernos de Aznar. Por más que el porcentaje de musulmanes apenas llegara al 16% de los inmigrantes, el salto del fantasma general de la inmigración al fantasma particular del musulmán no presentaba dificultades: "¡Qué viene el moro!". No hacía tanto tiempo que la maurofobia y la maurofilia se debatían en el corazoncito del Régimen. El experimento fue adelante en las elecciones de 2008, con sus dudas y titubeos, pues en convocatorias anteriores no había dado los réditos esperados. Los debates que venían de Europa, avivados aquí con el ardor que nos caracteriza cuando de imitar al Norte se trata, acudieron en auxilio de los aventadores de la amenaza islámica, derechistas en su mayor parte, aunque no faltaron oportunistas de izquierda.
Sin embargo, y pese a lo que se sostiene, no se trata precisamente de que el islam vaya a deseuropeizar Europa, sino al contrario: son las élites europeas las que se sirven del islam para desmontar Europa, para actualizar las ideas-fuerza de unos nacionalismos que creíamos superados tras la brutalidad del siglo XX. Al paisaje suizo (¿qué es Suiza sino un paisaje?), le repugnan los alminares. Al "deber de civilizar" francés, le sulfura ver que las hoy compatriotas de Jules Ferry llevan hiyab. En Alemania, pueblo, tierra y lengua no admiten plurales en turco, kurdo o árabe. En los Países Bajos y Bélgica, siglos de inestable estabilidad comunitaria no soportan el roce de unas comunidades musulmanas que buscan su lugar. La lista de agravios de las patrias europeas podría seguir con Italia, Suecia, Reino Unido...
Pero España era diferente, su islamofobia ilustrada (esto es: intelectual, nuevorriquista, nuevoeuropeísta, masoquista por negadora de la propia historia) no cuajaba en una sociedad harta de viejas esencias nacionales. Hacía falta algo más para que ciertos sectores políticos la lanzaran contra el votante. Faltaba la crisis, eterno río revuelto del voto: el paro, el recorte de las prestaciones sociales, la degradación de los servicios públicos han de tener un culpable en la calle. En tiempos de tribulación, el desprecio a lo distinto se quita la careta y sale de caza. El viejo mundo frentista, el nosotros/ellos tan español, que en lo tocante a la herencia islámica ya dio pie a la división entre "albornocistas y castristas", halla nueva formulación: el ellos por excelencia, los musulmanes, es una sobrecarga para "nuestro" Estado de bienestar, con tanto trabajo conseguido, se dice, fundamental para el futuro de "nuestros" hijos, se remacha.
Empaquetar política y mediáticamente la islamofobia intelectual es fácil. Solo hacen falta dos cosas: crisis y elecciones. Acabamos de salir de los comicios catalanes. En primavera aguardan las autonómicas y municipales, siempre más propicias que las generales a este tipo de estrategias.
Ciertas televisiones, ciertas radios y ciertos periódicos ya han puesto en circulación la cantinela:
1. El islam es una amenaza para Europa, afirman. Según este aserto, no hay que descuidarse. España aún convive con la primera generación de inmigrantes musulmanes, pero nos resistimos a aprender la lección. Nos faltan recursos intelectuales y valor político para hacer frente a la amenaza islámica.
2. Occidente es superior al islam. La grandeza civilizacional de Occidente frente al islam es dogma de fe. La civilización islámica, si algún día fue grande, se fue por el desagüe de la historia.
3. El islam no ha tenido Reforma ni Ilustración, ni puede tenerlas. Es arcaico, no evoluciona, su doctrina se clausuró con la tríada Corán/Mahoma/charía. Lo islámico es refractario a la historia, a la disidencia y a la cultura.
4. El islam es incompatible con la democracia. Niega la libertad individual, la pluralidad y los matices. Es un sistema totalitario. Regula hasta el más mínimo detalle de la vida. Posterga al individuo en favor de la comunidad. Los musulmanes no saben gestionarse.
5. El islam atenta contra la dignidad de la mujer. La considera inferior, la aparta de la vida pública y la recluye tras el velo. Las musulmanas aceptan gustosas esta sumisión.
6. Los musulmanes son, intrínsecamente, unos radicales. La inmigración musulmana es un semillero de delincuencia y salafismo.
7. De todos los inmigrantes, los musulmanes son los más reacios a la integración: ¡ni los chinos ni los negros ponen tantos reparos!
8. La culpa es del laicismo. El laicismo anticatólico beneficia al islam. Se carga contra la Iglesia y se contemporiza con el islam. El relativismo cultural y la multiculturalidad son una plaga.
9. La culpa es del buenismo, que alimenta los vicios de los musulmanes y les da alas. El buenismo les anima al proselitismo y a la reivindicación del derecho a la diferencia.
10. Cataluña es la cabeza de puente de la islamización de España. Cataluña ampara a los musulmanes contra España. Se les quiere dar el derecho al voto para que voten contra España. Que el inmigrante musulmán no sea hispanohablante, es útil en el combate contra el castellano. Los musulmanes son manipulables...
Como todo decálogo, este de la islamofobia nacional tiene su corolario: quien no reconozca las anteriores verdades, no es un buen español, es un alma cándida desinformada o un islamista de tapadillo. Por lo general son las derechas quienes profesan estas ideas, pero tienen también seguidores entre la izquierda, con un lenguaje más disimulado o tibio. Son ideas que atentan contra los derechos individuales en nombre de la igualdad, y contra la igualdad en nombre de la libertad.
Si bien no es esta la ocasión de abordar las conexiones estructurales entre islamofobia y racismo, no deberían dejarse de lado, puesto que el islam no es la religión ni el modo de vida del hombre blanco europeo. Como ya sabía Angela Davis, el retorno del racismo es siempre algo voluntario, no el estallido de algo reprimido. La islamofobia crea y resuelve un problema, su propio problema. Que no es, por descontado, la gestión de la presencia de los musulmanes en Europa. El problema de los islamófobos es Europa misma, la Europa de la socialización a través del trabajo y de la escuela, la Europa de la ciudadanía y el espacio público abiertos y compartidos, la Europa propulsada por "la burguesía librepensadora y el movimiento obrero", en palabras de Daniel Bensaïd. Porque el hecho indisimulable es que se quiere desmontar el Estado de bienestar y la universalidad de los derechos en que Europa se sustenta.
Fuente: Diario El País (España). 17/01/2011.
Por: Luz Gómez García.
Profesora de Estudios Árabes e Islámicos de la Universidad Autónoma de Madrid. Su último libro publicado es Diccionario de islam e islamismo (Espasa).
Hacían falta dos cosas para azuzar política y mediáticamente la estigmatización de los musulmanes: crisis y elecciones. Los próximos comicios de primavera serán propicios para estas estrategias.
Tal vez sea aquí, en nuestro propio país, donde menos se ha insistido en el carácter ejemplar de la reacción de la inmensa mayoría tras el 11-M. A la cordura de la calle tratando al terrorismo de terrorismo, sin concesiones a la estigmatización de los musulmanes, siguió un juicio penal que, mal que le pese a cierto sector mediático, fue la admiración de la intelligentsia europea y estadounidense. A medio camino entre la sorpresa admirativa y la envidia sana, España fue, una vez más, diferente.
La diferencia la marcaba esta vez el ciudadano de a pie, su sentido común, avezado en la brega con el terrorismo y propenso a una vivencia personal de la fe religiosa: que España es un país profundamente católico que no va a misa no es ninguna paradoja. Tras demasiados años de nacionalcatolicismo, de eso era de lo que se trataba: de deslindar Iglesia y Estado, iglesias y naciones. A nuestro modo, entendíamos mejor a nuestros nuevos vecinos musulmanes si ellos celebraban el Aíd y nosotros celebrábamos la Navidad. No mucho más complicada era la relación hasta que llegaron los cálculos electorales, los vientos del Norte y la crisis.
Desde siempre, por así decir, la derecha española ha coqueteado con el fantasma de la inmigración, en uno de sus típicos ejercicios de cinismo: a la par que el Partido Popular alimentaba cuidadosamente su discurso antiinmigración, la población extranjera pasaba del 1,6% al 8,4% durante los Gobiernos de Aznar. Por más que el porcentaje de musulmanes apenas llegara al 16% de los inmigrantes, el salto del fantasma general de la inmigración al fantasma particular del musulmán no presentaba dificultades: "¡Qué viene el moro!". No hacía tanto tiempo que la maurofobia y la maurofilia se debatían en el corazoncito del Régimen. El experimento fue adelante en las elecciones de 2008, con sus dudas y titubeos, pues en convocatorias anteriores no había dado los réditos esperados. Los debates que venían de Europa, avivados aquí con el ardor que nos caracteriza cuando de imitar al Norte se trata, acudieron en auxilio de los aventadores de la amenaza islámica, derechistas en su mayor parte, aunque no faltaron oportunistas de izquierda.
Sin embargo, y pese a lo que se sostiene, no se trata precisamente de que el islam vaya a deseuropeizar Europa, sino al contrario: son las élites europeas las que se sirven del islam para desmontar Europa, para actualizar las ideas-fuerza de unos nacionalismos que creíamos superados tras la brutalidad del siglo XX. Al paisaje suizo (¿qué es Suiza sino un paisaje?), le repugnan los alminares. Al "deber de civilizar" francés, le sulfura ver que las hoy compatriotas de Jules Ferry llevan hiyab. En Alemania, pueblo, tierra y lengua no admiten plurales en turco, kurdo o árabe. En los Países Bajos y Bélgica, siglos de inestable estabilidad comunitaria no soportan el roce de unas comunidades musulmanas que buscan su lugar. La lista de agravios de las patrias europeas podría seguir con Italia, Suecia, Reino Unido...
Pero España era diferente, su islamofobia ilustrada (esto es: intelectual, nuevorriquista, nuevoeuropeísta, masoquista por negadora de la propia historia) no cuajaba en una sociedad harta de viejas esencias nacionales. Hacía falta algo más para que ciertos sectores políticos la lanzaran contra el votante. Faltaba la crisis, eterno río revuelto del voto: el paro, el recorte de las prestaciones sociales, la degradación de los servicios públicos han de tener un culpable en la calle. En tiempos de tribulación, el desprecio a lo distinto se quita la careta y sale de caza. El viejo mundo frentista, el nosotros/ellos tan español, que en lo tocante a la herencia islámica ya dio pie a la división entre "albornocistas y castristas", halla nueva formulación: el ellos por excelencia, los musulmanes, es una sobrecarga para "nuestro" Estado de bienestar, con tanto trabajo conseguido, se dice, fundamental para el futuro de "nuestros" hijos, se remacha.
Empaquetar política y mediáticamente la islamofobia intelectual es fácil. Solo hacen falta dos cosas: crisis y elecciones. Acabamos de salir de los comicios catalanes. En primavera aguardan las autonómicas y municipales, siempre más propicias que las generales a este tipo de estrategias.
Ciertas televisiones, ciertas radios y ciertos periódicos ya han puesto en circulación la cantinela:
1. El islam es una amenaza para Europa, afirman. Según este aserto, no hay que descuidarse. España aún convive con la primera generación de inmigrantes musulmanes, pero nos resistimos a aprender la lección. Nos faltan recursos intelectuales y valor político para hacer frente a la amenaza islámica.
2. Occidente es superior al islam. La grandeza civilizacional de Occidente frente al islam es dogma de fe. La civilización islámica, si algún día fue grande, se fue por el desagüe de la historia.
3. El islam no ha tenido Reforma ni Ilustración, ni puede tenerlas. Es arcaico, no evoluciona, su doctrina se clausuró con la tríada Corán/Mahoma/charía. Lo islámico es refractario a la historia, a la disidencia y a la cultura.
4. El islam es incompatible con la democracia. Niega la libertad individual, la pluralidad y los matices. Es un sistema totalitario. Regula hasta el más mínimo detalle de la vida. Posterga al individuo en favor de la comunidad. Los musulmanes no saben gestionarse.
5. El islam atenta contra la dignidad de la mujer. La considera inferior, la aparta de la vida pública y la recluye tras el velo. Las musulmanas aceptan gustosas esta sumisión.
6. Los musulmanes son, intrínsecamente, unos radicales. La inmigración musulmana es un semillero de delincuencia y salafismo.
7. De todos los inmigrantes, los musulmanes son los más reacios a la integración: ¡ni los chinos ni los negros ponen tantos reparos!
8. La culpa es del laicismo. El laicismo anticatólico beneficia al islam. Se carga contra la Iglesia y se contemporiza con el islam. El relativismo cultural y la multiculturalidad son una plaga.
9. La culpa es del buenismo, que alimenta los vicios de los musulmanes y les da alas. El buenismo les anima al proselitismo y a la reivindicación del derecho a la diferencia.
10. Cataluña es la cabeza de puente de la islamización de España. Cataluña ampara a los musulmanes contra España. Se les quiere dar el derecho al voto para que voten contra España. Que el inmigrante musulmán no sea hispanohablante, es útil en el combate contra el castellano. Los musulmanes son manipulables...
Como todo decálogo, este de la islamofobia nacional tiene su corolario: quien no reconozca las anteriores verdades, no es un buen español, es un alma cándida desinformada o un islamista de tapadillo. Por lo general son las derechas quienes profesan estas ideas, pero tienen también seguidores entre la izquierda, con un lenguaje más disimulado o tibio. Son ideas que atentan contra los derechos individuales en nombre de la igualdad, y contra la igualdad en nombre de la libertad.
Si bien no es esta la ocasión de abordar las conexiones estructurales entre islamofobia y racismo, no deberían dejarse de lado, puesto que el islam no es la religión ni el modo de vida del hombre blanco europeo. Como ya sabía Angela Davis, el retorno del racismo es siempre algo voluntario, no el estallido de algo reprimido. La islamofobia crea y resuelve un problema, su propio problema. Que no es, por descontado, la gestión de la presencia de los musulmanes en Europa. El problema de los islamófobos es Europa misma, la Europa de la socialización a través del trabajo y de la escuela, la Europa de la ciudadanía y el espacio público abiertos y compartidos, la Europa propulsada por "la burguesía librepensadora y el movimiento obrero", en palabras de Daniel Bensaïd. Porque el hecho indisimulable es que se quiere desmontar el Estado de bienestar y la universalidad de los derechos en que Europa se sustenta.
Fuente: Diario El País (España). 17/01/2011.
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