sábado, 8 de diciembre de 2012

Rousseau, predecesor del Romanticismo, padre del Jacobinismo, la Democracia moderna, el Totalitarismo, antecesor del Psicoanálisis y precursor del nacionalismo moderno.


El enigma Rousseau

El filósofo es uno de los autores más contradictorios. La lectura dominante lo presenta como icono de la democracia moderna pero su obra marca el despertar de las ideologías irracionalistas y del nacionalismo.


Por: María José Villaverde. Catedrática de Ciencia Política de la UCM
Hace trescientos años nació uno de los pensadores más influyentes de la historia del pensamiento político, un hombre que cautivó con Emilio, hizo llorar con las Confesiones y alentó revoluciones con El contrato social.Rousseau es uno de los autores más contradictorios e inclasificables del siglo XVIII. Ya en 1750, tras la publicación del Discurso sobre las Ciencias y las Artes, las elites europeas, con el rey Estanislao de Polonia a la cabeza, le recriminaron sus incoherencias –escritor que ataca la literatura, amante de los espectáculos que arremete contra el teatro, crítico de las ciencias y las artes que se presenta a un premio de la academia-. Rousseau responderá a sus críticos con un gesto impactante: se retirará del mundo y sus pompas –es un decir-, renunciando al reloj, la espada, los encajes y las medias blancas, símbolos mundanos por excelencia, y adoptará la túnica armenia. La imagen de excentricidad y rebeldía que encarna, con el pelo semi-largo y la barba mal afeitada, acabará, más tarde, por convertirse en seña de identidad de los románticos europeos.
En Jean-Jacques la persona y la obra se entrecruzan, se mezclan, se superponen. Cautiva porque apela al corazón del lector, buscando su comprensión, su simpatía, su complicidad. En eso radica su modernidad –que no en sus ideas políticas-. ¿Cómo no sentirnos conmovidos por su proximidad y no apiadarnos por la profunda insatisfacción de ese ser lleno de amargura y de resentimiento social, sin familia y sin patria, que anhela ser querido y aceptado? Un hombre en guerra con el mundo, siempre por delante o por detrás de su época, inadaptado e incómodo entre la élite ilustrada, hedonista, materialista y descreída. "Un perro me resulta mucho más cercano que un hombre de esta generación" escribe en los Esbozos de las Meditaciones. Y los Diálogos aparecen encabezados con este verso de Ovidio: “Aquí soy un bárbaro porque estas gentes no me entienden”.
A Jean-Jacques se le han puesto todo tipo de etiquetas: individualista y colectivista, defensor de la propiedad privada e igualitario, predecesor de Marx y teórico liberal, pensador anclado en el pasado y predecesor del Romanticismo, padre del Jacobinismo y padre de la Democracia moderna, padre del Totalitarismo, antecesor del Psicoanálisis, precursor del nacionalismo moderno, etc.
Entre tanta paternidad ¿qué etiqueta elegir? Si para abrirnos paso entre esta maraña de interpretaciones recurrimos a sus contemporáneos, quedaremos defraudados al constatar que tanto los revolucionarios como los contrarrevolucionarios de 1789 utilizaron El contrato socialcomo arma arrojadiza. En nombre de los ideales allí expuestos unos iban a prisión y otros los condenaban, unos subían a la guillotina y otros los guillotinaban. Los defensores del Antiguo Régimen editaban panfletos para demostrar que el “verdadero” Rousseau se oponía a los cambios revolucionarios. Y así es. Todos aquéllos que han visto afinidades entre su pensamiento y el comunismo o el anarquismo deberían leer susEscritos sobre el Abbé de Saint-Pierre en los que se opone rotundamente a la utilización de medios violentos. Aún así, El contrato social se convirtió en libro de cabecera de Fidel Castro y en legado de Simón Bolívar a la universidad de Caracas, a pesar de que Proudhon lo había catalogado de “breviario de la tiranía”.
Otra lectura lo presenta como uno de los máximos representantes del siglo de las Luces. Pero, cuidado, no olvidemos que ya Diderot, en elEnsayo sobre los reinos de Claudio y de Nerón, le encuadró dentro de las Anti-Luces. No es que Rousseau viviera ajeno a los descubrimientos vanguardistas ni a las reflexiones más radicales de los ilustrados. Ni mucho menos. Se codeaba con ellos y tenía información de primera mano, incluso cenaba con Diderot y Condillac una vez a la semana en “Le panier fleuri”. Diderot le leía su Carta para los ciegos para uso de los que ven, un texto fundamental para entender su evolución hacia el spinozismo, el materialismo, el pre-darwinismo y el ateísmo. Jean-Jacques escucha, calla y acumula angustia y desazón hasta que, en 1756, rompe con sus antiguos amigos y se presenta públicamente como el defensor de la Providencia, escorando así hacia las Anti-Luces.
Rousseau es un individualista que anhela desprenderse de su individualismo y perderse en lo colectivo. Su ideal político remite a las repúblicas grecorromanas. Lo ratifican sus constantes elogios a Esparta y Roma en El contrato social así como el lamento de las Confesiones: “¡Por qué no habré nacido ciudadano romano!”. Y lo corroboran sus dos proyectos de constitución para Córcega y Polonia.
Su reivindicación de una comunidad todopoderosa y absoluta, presidida por la voluntad general, a la que el individuo se entrega con todos sus derechos y por la que está dispuesto a morir, no puede ser más ajena a la mentalidad ilustrado-liberal. Ni su negación de los derechos individuales, teorizados por Locke y recogidos en las declaraciones de derechos y en las constituciones del siglo XVIII. Basta recordar que en El contrato social restringe la libertad de expresión, de reunión y de asociación y que rechaza la división de poderes, el freno que Locke y Montesquieu blandían contra el poder absoluto.
Rousseau va a liquidar otro de los grandes logros ilustrados, el cosmopolitismo. El ideal de tolerancia y apertura al mundo, encarnado por la República de las Letras, será sofocado por el nuevo valor en alza, el patriotismo de raíces grecorromanas que Voltaire, en su artículo “patria” del Diccionario filosófico, califica de fanático y que en Rousseau raya en la xenofobia. “El patriotismo exige la exclusión” escribe en 1763, en carta a Leonard Vsteri. Y en Emilio ratifica: “Todo patriota es duro con los extranjeros (…) que no son nada”. Reforzar la identidad nacional se convierte en el gran objetivo de sus proyectos de constitución para Córcega y Polonia donde la educación es el arma utilizada para crear patriotas: “desde que nace, un niño no debe ver más que la patria”.
Descartada la etiqueta de liberal, aún nos queda lidiar con la de igualitario. Es verdad que Rousseau habla mucho de igualdad y de libertad pero no nos engañemos. La imagen mítica que presenta en El Contrato social de una sociedad de hombres libres e iguales que resuelven sus asuntos reunidos en asamblea bajo un árbol, es una imagen falsa. Porque en realidad se trata de una comunidad de propietarios donde no tienen cabida los asalariados ni los sirvientes. Y es que, en el fondo, Rousseau siente un profundo desprecio por los no propietarios, como lo prueban la dedicatoria al Segundo Discurso, algunos párrafos de El Contrato social y las Cartas escritas desde la Montaña, donde abundan calificativos como populacho embrutecido e indigno, mercenarios, viles, canallas, etc.
Jean-Jacques fue, además, un misógino pertinaz idolatrado por las damas que derramaron ríos de lágrimas con Emilio y La Nueva Eloisa. Fugaz secretario de una proto-feminista, Mme. Dupin, fue inmune a sus argumentos. Es clamoroso el silencio de El contrato social en lo que se refiere a los derechos políticos de las mujeres; simplemente las ignora. Y en Emilio no vacila en recluirlas en el hogar, alejarlas de toda actividad pública y someterlas al varón, incluso en el terreno religioso.
Con Rousseau se inicia una nueva andadura en el pensamiento europeo, marcada por el surgimiento del romanticismo pero también del resurgir del antifeminismo y el despuntar de las ideologías irracionalistas y del nacionalismo. Aunque sus ideas han sido manipuladas y malinterpretadas, y la lectura dominante se ha empecinado en convertirlo en icono de la democracia moderna o en símbolo revolucionario, Jean-Jacques ha logrado su objetivo: ser recordado por la posteridad.
Fuente: Diario El País (España). 08 de diciembre del 2012.


domingo, 5 de agosto de 2012

Mirada crítica a los símbolos patrios. Nacionalismo, patriotismo y chauvinismo en el mundo.


La importancia de los símbolos patrios

Fiestas, himnos y banderas nacionales, incluso sellos de correos, son intentos de capturar la identidad y el reconocimiento. ¿Por qué los pueblos, y en especial sus políticos, se aferran a ellos?


Por: Paul Kennedy 
Este año, como los anteriores, la familia de mi mujer se reunió en la antigua granja de su abuelo en Shenandoah Valley, Virginia, para celebrar la fiesta nacional de Estados Unidos, el 4 de julio; es siempre una reunión deliciosa. Pero este año fue además una reunión rara, porque el 4 de julio caía en miércoles, en mitad de una semana laboral para una familia llena de empresarios, médicos, consultores y funcionarios. De modo que nos divertimos, en grupo y de diversas formas, el 1 y el 2 de julio, y el 3 la casa ya estaba casi vacía, mientras muchos se mostraban desilusionados por cómo había caído la fiesta.
Un día, al notar esa desilusión, pregunté en tono alegre: “¿Pero por qué tiene que celebrarse justo el 4 de julio?” Al fin y al cabo, los historiadores profesionales no están seguros de si la Declaración de Independencia se firmó verdaderamente ese día, y el Congreso de Estados Unidos no estableció la fiesta nacional hasta muchas décadas después. ¿Por qué no ser más flexibles?
No hay más que recordar que la fiesta más sagrada del calendario cristiano, el Domingo de Pascua, se celebra “el primer domingo tras la luna llena posterior al equinoccio de primavera”, es decir, se define de acuerdo con el calendario lunar (igual que la fiesta nacional de Israel) y no tiene fecha fija. Y en Estados Unidos, ¿no cambian las fechas de Memorial Day y Labor Day (el día de los caídos, en mayo, y el día del trabajo, en septiembre) de un año para otro?
Al hacer esta pregunta tan impertinente, me cayó encima una avalancha de críticas. ¿Cómo iba a entender yo, ignorante británico, el auténtico significado simbólico de una fecha que conmemoraba el nacimiento de una nueva nación en 1776 (aunque la Declaración se firmara quizá otro día)? Como no quería provocar ninguna pelea familiar, me callé.
Pero nuestra discusión me dejó lleno de preguntas. ¿Para qué sirven las fiestas nacionales, y por qué alguna gente se las toma con tanta pasión?
Las enciclopedias ayudan un poco, pero también muestran una situación confusa: Si buscan en Google “fiestas nacionales del mundo”, verán a lo que me refiero. La mayoría de los más de 150 ejemplos que ofrece se llaman “Día de la Independencia”, y la mayoría conmemora una independencia otorgada, cuando las potencias europeas se retiraron de sus colonias de África, Asia y el Pacífico durante los años sesenta y setenta; hay pocos ejemplos como el jinete de la rebelión de Boston, Paul Revere. Existen fiestas nacionales que celebran una rebelión, como el Día de la Bastilla de Francia y el Día del Triunfo de la Revolución de Cuba. Pero se quedan en nada al lado de todas las fiestas que conmemoran el nacimiento de un gobernante, ya sea actual o histórico. Algunas se toman más en serio que otras: la fiesta de Australia es el 26 de enero, pero, para la mayoría de los australianos y los neozelandeses, el 25 de abril, Anzac Day, que recuerda el bautismo de fuego de sus tropas en Gallípoli, es mucho más importante.
¡Pero esperen! Tres países muy conocidos —Inglaterra, Escocia y Gales— no tienen verdadera fiesta nacional. Se supone que la fiesta de cada uno de ellos es la del santo patrón: San Jorge, San Andrés y San David. Pero nadie le da mucha importancia y todo el mundo va a trabajar. Solo la quinta parte de los ingleses sabe cuándo se celebra San Jorge; imagínense qué histéricos se pondrían los de las banderas si ocurriera eso con el Día de la Independencia en Estados Unidos. Además, ¿cuál podría ser la fiesta nacional inglesa? No hay un hecho que marque su independencia, como no sea cuando los romanos se retiraron, o cuando Guillermo el Conquistador llegó en 1066, o cuando la aristocracia liberal se deshizo de la dinastía Estuardo —de forma pacífica— en 1688. Quizá los habitantes de Kent y Yorkshire están tan seguros de su identidad nacional que no necesitan un día especial; desde luego, no les importaría que se trasladara para evitar conflictos con la semana laboral.
Las fiestas nacionales, como las banderas nacionales y los sellos de correos, son intentos de capturar la identidad y el reconocimiento. También lo son los himnos nacionales, que, si se piensa, son todavía más extraños y mucho más chauvinistas.
Cuando se es una nación, por lo visto, hay que tener un himno, con una letra que suele reafirmar la belleza del país, su destino y lo especial que es. El hecho de que los himnos de todos los demás digan que ellos también son especiales no parece importar mucho a los patriotas de turno. Resulta irónico, por consiguiente, que todos los que ven los Juegos Olímpicos en televisión vayan a oír tanta música rara en las próximas semanas, cuando se supone que todos debemos estar celebrando nuestra humanidad y la belleza del deporte.
Los himnos nacionales aparecieron en dos grandes oleadas históricas, con muchos otros individuales entre una y otra. La primera se produjo a finales del siglo XVIII y principios del XIX, cuando las grandes potencias de Occidente se dieron cuenta de que formaban parte de un sistema de Estados establecido y, por otra parte, los pueblos de Sudamérica obtuvieron su independencia. Todos ellos quisieron tener su himno.
Ahora bien, si somos sinceros, debemos reconocer que, en general, son músicas bastante horribles. El de Estados Unidos es imposible de cantar para una voz normal. El francés deja sin aliento a quien lo canta. God Save the King es una pesadez, en comparación con Rule Britannia. Solo el alemán (compuesto en un principio para Austria) tiene auténtica calidad, seguramente porque se lo encargaron al gran compositor Haydn. Y los himnos posteriores son igual de malos: no conozco a un australiano que no prefiera la canción popular Waltzing Matilda al himno oficial, Advance Australia Fair. Los himnos socialistas, a diferencia de las marchas socialistas, son espantosos. Y ninguno de los himnos nuevos de la segunda oleada, producida por la descolonización occidental, es una maravilla. Sin embargo, las posibilidades de arrojarlos todos a la papelera de la historia son nulas; los pueblos, y en especial sus políticos, se aferran a ellos como un molusco a una roca costera.
Lo tradicional era que, al saber que un país iba a albergar los Juegos Olímpicos, la banda escogida por el país anfitrión —la Banda de la Policía Republicana, la Banda de los Marines de EEUU— cayera en el pánico, porque tenía que aprenderse de memoria los himnos de todos los países, no fuera a ser que Samoa, por ejemplo, obtuviera la medalla de oro en lanzamiento de disco. El resultado inevitable era una pésima interpretación de una mala composición.
Es un alivio saber que esta vez los británicos han dado con la solución. Con permiso del Comité Olímpico, la London Philharmonic Orchestra grabó por adelantado los 205 himnos nacionales. Cada vez que un ganador de la medalla de oro sube al podio y se iza su bandera nacional (otra pesadilla de la identidad), se toca un máximo de 90 segundos del himno correspondiente, y con bastante calidad. ¡Menos mal!
No tiene sentido tratar de explicar todo esto al equipo de científicos marcianos que me visitan de forma periódica para preguntarme sobre las peculiaridades de los humanoides que dominan la Tierra. Al fin y al cabo, los marcianos, sensatos, no tienen ni himnos, ni banderas, ni fiestas nacionales, ni fronteras, ni naciones; por lo visto, no necesitan todos esos símbolos de seguridad. Nuestras debilidades humanas les asombran. Las ovejas no ondean banderas. Los peces no cantan himnos entre sus burbujas. Los vencejos y las golondrinas no celebran fiestas nacionales. “Por qué las personas sí?”, preguntan los marcianos.
Si lo piensan detenidamente, es una pregunta interesante. ¿Quién tiene la respuesta?
Paul Kennedy ocupa la cátedra Dilworth de Historia y es director de Estudios sobre Seguridad Internacional en la Universidad de Yale; es autor o compilador de 19 libros, entre ellos Auge y caída de las grandes potencias.
© 2012, Tribune Media Services, Inc.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia
Fuente: Diario El País (España). 04 de agosto del 2012.

jueves, 7 de junio de 2012

Debate sobre la democratización y masificación de la producción cultural. Ensayo "La civilización del espéctaculo" de Mario Vargas Llosa.


El espectáculo de la incivilización

Por: Pablo Quintanilla (Filósofo)

El más reciente libro de Mario Vargas Llosa, La civilización del espectáculo, ha despertado internacionalmente muy duras críticas. Aunque coincido con algunas, creo que varias no son justas. Su tesis central es que las últimas décadas muestran una decadencia intelectual que está asociada a la democratización y masificación de la producción cultural. Según el autor, los estándares de calidad se han flexibilizado tanto, en todas las artes y letras, que estas se han banalizado y convertido en objetos comerciales, poco originales y superficiales.

Vargas Llosa ha sido cuestionado por, pretendidamente, tener una concepción restringida, elitista y jerarquizada, donde solo cuenta como cultura lo que han producido las élites europeas de los últimos siglos. La posición de Mario, sigue el cuestionamiento, sería eurocéntrica y autoritaria, además de políticamente muy incorrecta, al desvalorizar formas culturales más populares o heterodoxas, que no corresponden al canon clásico europeo.

No pretendo hacer exégesis de Vargas Llosa, pero me parece factible interpretarlo de una manera más generosa. Según esa lectura, la palabra “cultura” tiene diversos significados, siendo uno de los más importantes el que alude a toda información que se transmite de manera no genética de una generación a otra y, en este sentido, todas las culturas y todos los productos culturales son igualmente interesantes, importantes y valiosos. Pero hay un sentido más específico que coincide con lo que se suele llamar “cultura de élite”, es decir, con la producción que es valorada por una comunidad porque sus miembros consideran que esta representa lo mejor de ellos mismos, donde el término “élite” no está asociado al poder político o económico, sino al aprecio y reconocimiento de la sociedad. Así, por ejemplo, Humareda, Vallejo y Arguedas son parte de la élite cultural peruana, porque han generado obras que reconocemos como valiosas, en tanto creemos que representan lo mejor de lo que, como sociedad, hemos producido.

La queja de Mario es que, mientras antes existían criterios suficientemente compartidos y razonablemente justificados, que nos permitían valorar las obras de esas personas, porque iluminan aspectos de nuestras vidas que merecen ser tomados en cuenta, ahora los criterios se han debilitado tanto que los malos best sellers son los dueños del Parnaso. En este punto no me parece que Mario yerre en desear que exista un debate serio y racional que nos permita distinguir la profundidad y calidad, frente a la superficialidad y el mal gusto.

Pero tendremos que preguntarnos cuál es la causa de la banalización contra la que estamos protestando. Ella es la sociedad de consumo, que ha desvalorizado los objetos y los ha convertido en deleznables y prescindibles, llenando nuestro mundo de cosas efímeras, descartables y baratas. ¿Por qué la cultura producida por esa sociedad no sería igualmente precaria, fugaz y perecedera? Como se ha señalado con frecuencia, es curioso que Mario diagnostique el síntoma pero no la causa, siendo esta tan obvia.
Si creemos que el mercado es un mal necesario, tenemos que aceptar sus consecuencias: los cánones se han debilitado y los criterios son imprecisos. En un sentido ello es positivo, porque permite que uno elija sin estar constreñido por la autoridad de la tradición o de los especialistas. Pero es también negativo, porque sin criterios que nos permitan valorar razonablemente en un mar de opiniones, donde es imposible evaluarlas todas, la propia libertad de elegir está en riesgo, dado que uno solo puede optar libremente sobre la base de información relevante y precisa.

No es que los criterios de valoración hayan desaparecido, es que hay varios conjuntos diferentes de criterios; lo que no resulta claro es cómo elegir entre ellos. Existen debates al respecto, pero estos suelen estar recluidos al ámbito académico y no salen al gran público. Se ha democratizado el acceso a la cultura, pero ahora falta que también se democratice el acceso a los debates acerca de los criterios para elegir en esta jungla que es la vida contemporánea. En otras palabras, la banalización cultural no es producto de una excesiva sino de una insuficiente democratización de la cultura. Es necesario que el consumidor de cultura (que lo somos todos, de una u otra manera) se sienta compelido a reflexionar sobre las razones por las que elije una cosa y no otra. Con eso bastaría. 

Por eso, a diferencia de Vargas Llosa, soy optimista acerca del futuro. Ahora observamos un espectáculo de incivilización atacándonos por todos los frentes, especialmente el mediático. Pero confío en que la selección natural y la prueba del tiempo se encarguen, como siempre lo han hecho, de separar los productos culturales de interés coyuntural, de aquellos otros que tienen un horizonte de interlocución más amplio.

Fuente: Diario 16 (Perú). 07 de junio del 2012.

viernes, 27 de abril de 2012

Crítica al ensayo "La civilización del espectáculo" de Mario Vargas Llosa. Elogio a la aristocracia cultural.


El último de los mohicanos

En 'La civilización del espectáculo', Vargas Llosa acierta al diagnosticar el final de una era: la de los intelectuales como él. Parece añorar los buenos tiempos en que una élite —justa e ilustrada— conducía nuestras elecciones.


Por: Jorge Volpi. Escritor mexicano.

El último sabio de la tribu recorre el campo de batalla. Ante su mirada comparecen los árboles troceados, las cabañas incendiadas, los cuerpos exangües, los restos del pillaje y el saqueo, y no contiene su furia. Levanta los brazos y, con voz de trueno, impreca contra los bárbaros que han transformado al mundo en un páramo sin sentido. Con un nudo en la garganta, sigue su camino, consciente de que sus días están contados y de que —ay— ya nadie atiende sus consejos. Su nostalgia le impide recordar que, no hace tanto, sus palabras animaron la batalla.
En La civilización del espectáculo(2012), Mario Vargas Llosa se suma a la abultada lista de hombres de letras que, hacia el ocaso de sus días, se lamentan por la triste condición de su época. Si él no hubiese sido uno de los novelistas más portentosos y arriesgados del siglo XX —en muchos sentidos, el más joven—, recordaría al Sócrates que, en el Fedro, ruge contra la aparición de la escritura. Aunque a veces su tono moralista sea el de un héroe en el retiro, su voz mantiene la lucidez de sus mejores textos, aunque al final la ideología, más que los años, estropee algunas de sus conclusiones.
¿De qué se lamenta Vargas Llosa? De todo. Del estado actual de la cultura y la política, de la religión e incluso del sexo. Según él, todas estas vertientes de lo humano han sido pervertidas por la gangrena de la frivolidad. Ésta consiste “en tener una tabla de valores invertida o desequilibrada en la que la forma importa más que el contenido, la apariencia más que la esencia y el desplante —la representación— hacen las veces de sentimientos e ideas”. La frivolidad, pues, como causa de que la cultura haya desaparecido; de que los políticos se hayan vuelto inanes o corruptos; de que el arte conceptual sea un timo; y de que hayamos extraviado el erotismo. Por su culpa, vivimos en lacivilización del espectáculo: una era que ha perdido los valores que separaban lo bueno de lo malo —en sentido ético y estético— y donde, al carecer de preceptores, cualquiera puede ser engañado por mercachifles.
Bajo esta justa invectiva contra el carácter banal —y venal— de nuestros días, Vargas Llosa parece añorar los buenos tiempos en que una élite —justa e ilustrada— conducía nuestras elecciones. Según él, la existencia de una auctoritas permitió el desarrollo de la cultura gracias a que un pequeño grupo de sabios, cuya influencia no dependía de sus conexiones de clase sino de su talento, señaló el camino a los jóvenes. (¿Quiénes serían esos aristócratas sin vínculos con el poder?) La consecuencia más perniciosa de la rebelión estudiantil de 1968 fue destruir la legitimidad de esa élite, provocando que toda autoridad sea vista como sospechosa y deleznable. Y, a partir de allí, le déluge.
El de Vargas Llosa es un vehemente elogio de la aristocracia (en el mejor sentido del término). No deja de ser curioso que alguien que se define como liberal —invocando una estirpe que va de Smith, Stuart Mill y Popper a Hayek y Friedman—, se muestre como adalid de una élite cultural que, en términos políticos, le resultaría inadmisible: un mandato de sabios, semejante al de La República, resulta más propio de un universo totalitario como el de Platón que del orbe de un demócrata. Por supuesto, Vargas Llosa no admite la paradoja: a sus ojos, su lucha contra al autoritarismo político —de Castro a Chávez, pasando por Fujimori—, no invalida su defensa de la autoridad en términos culturales porque ésta se demuestra a través de las obras.
Reluce aquí la fuente de su malestar: si el respeto a la élite cultural se desvanece, los parámetros que permiten distinguir las obras buenas de las malas —y a los autores que merecen autoridad de los estafadores— se resquebrajan. En un mundo así, ya no es posible confiar en nadie, ni siquiera en un Premio Nobel. Las masas ya no siguen a los sabios y, en vez de escuchar una ópera de Wagner o leer una novela de Faulkner, se lanzan a un concierto de Lady Gaga o devoran las páginas de Dan Brown. Para Vargas Llosa, no lo hacen porque les gusten esos bodrios, sino porque dejaron de hacer caso a los happy few que, a diferencia de ellos, poseían buen gusto. Vista así, la cultura —esa cultura— desaparece. Y se impone el cáos.
Vargas Llosa no es, por supuesto, el primero en entristecerse al ver un estadio lleno para Shakira cuando sólo un puñado de fanáticos asiste a un recital de Schumann pero, en términos proporcionales, nunca tanta gente disfrutó de la alta cultura. Nunca se leyeron tantas novelasprofundas, nunca se oyó tanta música clásica, nunca se asistió tanto a museos, nunca se vio tanto cine de autor. El novelista acepta esta expansión, pero piensa que algo se perdió en el camino, que el público de hoy no comprende el sustrato íntimo de esas piezas. ¿En verdad piensa que en el siglo XIX los lectores de Hugo o Sue, o quienes abuchearon la première de La Traviata, eran más cultos?
¿Qué es, entonces, lo que le perturba? En el fondo, sólo ha cambiado una cosa: antes, las masas trabajaban; ahora, trabajan y se entretienen. Pero al marxista que Vargas Llosa tiene arrinconado en su interior esto le resulta indigerible: al divertirse, sin abrevar en las aguas del espíritu, las masas están alienadas. En cambio, la pequeña burguesía ilustrada sigue allí, aunque ya no sea tan pequeña. De hecho, muchos de los lectores de Vargas Llosa provienen de sus miembros, aunque él también se haya convertido en parte de esa cultura popular que tanto fustiga —y que vuelve sinónimo de “incultura”.
Cuando extrapola este análisis a la política, sus argumentos se tornan más inquietantes. Tras el fin del comunismo —el único lugar donde, por cierto, la alta cultura se mantuvo intacta—, las democracias liberales no han respondido a las expectativas de los ciudadanos. La causa es, de nuevo, la frivolidad. En la arcadia que dibuja, los políticos estaban comprometidos con un ideal de servicio que la civilización del espectáculo destruyó. Vargas Llosa no contempla que la actual crisis del capitalismo no se debe tanto a la falta de valores como a la ideología ultraliberal, inspirada en Hayek o Friedman, que hizo ver al Estado como responsable de todos los males y provocó la desregulación que precipitó la catástrofe.
Aún más lacerante suena la vena aristocrática de Vargas Llosa al hablar de religión. Él, que se declara no creyente y ha combatido sin tregua la intolerancia, recomienda para la gente común, es decir, para aquellos que no tienen la grandeza moral para ser ateos, un poco de religión, incluso en las escuelas. Aunque falsa, ésta al menos les concederá un atisbo de vida espiritual. Como cuando se refiere a la necesidad de devolverle ciertos límites a un sexo que juzga anodino, el discípulo de Popper no parece tolerar esa sociedad radicalmente abierta, en términos culturales, que tanto defendió en política.
En La civilización del espectáculo, Vargas Llosa acierta al diagnosticar el final de una era: la de los intelectuales como él. Poco a poco se difuminan nuestras ideas de autoría y propiedad intelectual; ya no existen las fronteras entre la alta cultura y la cultura popular; y, sí, se desdibuja el mundo del libro en papel. Pero, en vez de ver en esta mutación un triunfo de la barbarie, podría entenderse como la oportunidad de definir nuevas relaciones de poder cultural. La solución frente al imperio de la banalidad, que tan minuciosamente describe, no pasa por un regreso al modelo previo de autoridad, sino por el reconocimiento de una libertad que, por vertiginosa, inasible y móvil que nos parezca, se deriva de aquella por la que Vargas Llosa siempre luchó.
Fuente: Diario El País (España). 27 de abril del 2012.

domingo, 26 de febrero de 2012

Crítica a la Posmodernidad. Beneficios y límites de la sociedad posmoderna.

La agonía de la posmodernidad

La crisis que atravesamos está teniendo ya, junto a su cohorte de efectos indeseables, el deseable de conjurar la bobería política, ética y estética que por desgracia sigue coleando aún.

Por: Lluís Duch (Antropólogo y monje de Montserrat) y Albert Chillón (Director del Máster en Comunicación, Periodismo y Humanidades de la UAB).

Desde los años sesenta del pasado siglo hasta la quiebra que estamos viviendo, la palabra posmodernidad ha designado toda una época en la historia de Occidente, una especie de epílogo que habría tornado líquido el carácter sólido de la modernidad clásica, según Zygmunt Bauman, y hasta gaseoso, de acuerdo con la más sugestiva metáfora que en su Manifiesto Comunista propusieron Marx y Engels. La modernidad capitalista, vinieron éstos a decir, se distinguía porque todo lo que había sido o parecido firme se desvanecía en el aire; proceso de sublimación que se precipitó una centuria después, cuando la prosperidad subsiguiente a la hecatombe mundial trajo consigo —junto con otros factores— un nuevo espíritu del tiempo. De la moral puritana se pasó al ethos individualista y hedonista; del auge de los ídolos a su solo aparente crepúsculo; de la sucesión de estilos puros a su promiscuidad; de las utopías que buscaban la consumación del futuro al culto a la consumición del ahora; y de la reverencia a la Verdad una y mayúscula, en fin, a la coexistencia de verdades relativas, minúsculas y plurales.

En 1979, J.F. Lyotard ofició el bautizo de la época recién nacida, tomando prestado el vocablo de la jerga arquitectónica: confrontada a la seriedad y la coherencia, la conciencia social y la subordinación de la forma a la función propias de la arquitectura moderna —la de Lloyd Wright, Le Corbusier o la Bauhaus—, la arquitectura posmoderna sería estetizante, incoherente y jovial, ecléctica y sincrética incluso, mucho menos atenta a la función que a la forma y su embrujo. El despilfarro abigarrado y kitsch de Las Vegas fue ensalzado, por Robert Venturi, como el rutilante emblema de esa arquitectura; metáfora a su vez de la entera época que culminó hacia 1990, cuando el neocon Francis Fukuyama decretó el presunto "fin de la Historia" y el triunfo sempiterno del capitalismo.

Con sustancial razón, Lyotard observó que el rasgo más distintivo de tal posmodernidad era la caída de las grandes narrativas que habían sustentado el edificio moderno, esto es, de las ideologías emancipadoras que lo habían inspirado desde, cuando menos, la Ilustración de Kant y Voltaire hasta la ufana década de 1960. El derrumbe apenas dejó títere con cabeza. En primer lugar, el milenario relato cristiano de la emancipación redentora devino en asunto de elección personal, y ya no en dogma de fe obligatorio, en un Occidente embriagado por la secularización, la libertad sexual y la tecnolatría. En segundo lugar, el relato ilustrado de la emancipación de la ignorancia y la servidumbre por la educación y la Razón había sufrido una doble erosión, debida por un lado a los totalitarismos generados en la culta Europa, y por otro al creciente dominio de una razón crudamente instrumental que, más allá de la esfera económica, estaba engullendo múltiples vertientes de la vida pública y privada. En tercer lugar, el relato liberal-burgués que prometía la emancipación de la pobreza gracias al mercado libre fue cuestionado por la flagrante desigualdad en la distribución de la riqueza —dentro de los Estados y entre ellos—, y por un expolio medioambiental que empezó a hacerse patente por entonces, sobre todo cuando el Club de Roma alertó sobre los límites del crecimiento. Y por último, el gran relato marxista de la emancipación de las mayorías mediante la socialización de los recursos —de cada cual según su capacidad, a cada cual según su necesidad: esa auroral utopía que había galvanizado el mundo— resultó en fosca distopía cuando la doble caída del Muro de Berlín y la URSS revelaron el horror del estalinismo, décadas antes denunciado por pensadores como Camus, Merleau-Ponty o Koestler.

La posmodernidad que resultó de semejante hundimiento muestra, vista con perspectiva, un saldo plural de virtudes y defectos, como cualquier época histórica. Entre las virtudes se cuenta la extensión de las libertades, garantías y derechos; el medro de las clases medias y el acceso al confort y al consumo de una porción de las subalternas; el reemplazo de las rígidas ortodoxias por la heterodoxia y el relativismo; la relajación de los tabúes y los dogmas, así como la atmósfera de tolerancia y pluralidad asociada a la vida urbana. Por vez primera en la historia, millones de personas otrora desposeídas se sentían llamadas a sentarse a la mesa de los escogidos, en alas del Estado-providencia y, ante todo, de un Progreso en apariencia imparable. A finales de los años noventa, cuando tamaño ensueño culminó, Europa y el sedicente "Primer Mundo" semejaban un balneario de instalados y rentistas, cuyos inexpugnables muros contenían el oleaje de la planetaria indigencia.

Entre las carencias y defectos de la posmodernidad, no obstante, debe incluirse la desactivación del talante y del talento críticos, tan patente en los ámbitos pedagógico y político. O la tendencia a orillar la problemática del mal en aras de un narcisismo que atrofia los vínculos solidarios, fomenta la desafiliación e induce el "declive del hombre público", en palabras de Richard Sennet. O el relevo de la ética del ser por la del tener, espoleado por un consumismo basado en la creación de necesidades y deseos superfluos. O la sustitución de las ideologías continentales por un archipiélago de islotes ideológicos ––feministas, ecologistas, poscolonialistas o identitarias––, tan dispersos que se muestran incapaces de enfrentar la tecnoburocracia globalizada. O la anemia de un pensamiento de izquierdas confinado al reducto erudito, que a fuer de servil resulta inofensivo e inane.

Añádanse a tales penurias otras de comparable fuste, a fin de otear el paisaje. Así, la rampante mercantilización de la práctica totalidad de los ámbitos sociales, incluidos los de tenor espiritual y artístico. Y la erosión de la frágil secuencia temporal humana en una época señalada, en palabras de Fredric Jameson, por no saber ni querer pensarse históricamente. Y la proclividad, alentada por la sociedad del espectáculo, a la trivial estetización de la economía y la política, de la ética y la ciudad, del cuerpo y los sentimientos, de la naturaleza y la guerra. Y la irresponsabilidad de buena parte de los ciudadanos, que a su condición de súbditos que se ignoran —de una democracia carcomida por la demagogia, la corrupción y el decisionismo, por cierto— añaden el desvarío de sentirse cómplices del mismo sistema que los sojuzga, como se echa de ver en este trance aciago. Y, en fin, la miopía de unas generaciones que se han creído propietarias de un presente pletórico y eterno, una utopía del ahora y el aquí que ha hipotecado el porvenir de las futuras.

De unos años a esta parte, sea como fuere, esa ambivalente posmodernidad da muestras de patente agonía, arrancada de su quimera jovial por una cadena de seísmos en los que Occidente se juega el bienestar que le queda, amenazado extramuros por una globalización que está desplazando hasta ambas orillas del Pacífico los centros de control y riqueza. Y amenazado también, intramuros, por el casi unánime delirio de opulencia que nos ha emplazado ante el precipicio: ideológica, política y éticamente desarmados cuando más urgente resulta disponer de criterios para conducirnos con tiento, conciencia y temple, inspirados por esa antigua sabiduría humanista que sugiere la autolimitación y la mesura. Es hora de despabilar: la posmoderna mojiganga ha terminado. La crisis epocal que atravesamos está teniendo ya, junto a su cohorte de efectos indeseables, el deseable de conjurar la bobería política, ética y estética que por desgracia colea aún. Y también el de urgirnos a rehabilitar la plural herencia del Humanismo y la Ilustración en este nuevo tiempo penumbral, a fin de tornarnos lúcidos y éticos, sobrios y solidarios, cívicos y compasivos. Con las debidas cautelas, será menester poner al día los viejos idearios de emancipación y concebir otros de cuño actualizado y distinto, porque al despertar la modernidad capitalista sigue todavía aquí, aunque más desregulada, ensoberbecida y digitalizada que nunca.

Lluís Duch es antropólogo y monje de Montserrat. Albert Chillón es director del Máster en Comunicación, Periodismo y Humanidades de la UAB. Ambos son coautores de Un ser de mediaciones. Antropología de la comunicación, vol. I, que el próximo marzo publica la editorial Herder.


Fuente: Diario El País (España). 25 Feb. 2012.

lunes, 13 de febrero de 2012

La Democracia Liberal, el sistema que ganó la II Guerra Mundial y la Guerra Fría. Los males de la democracia actual.

El malestar de la Democracia

La ideología neoliberal sirvió para vencer al comunismo, pero es ineficaz para articular de forma eficiente la sociedad postmoderna.

Por: Miguel Trias Sagnier. Catedrático en la Facultad de Derecho de ESADE.

Todos sospechamos que preocupa más a Angela Merkel el resultado de las siguientes elecciones en un land que la realización de un proyecto europeo de largo alcance. Pero la sospecha no se proyecta solo sobre la discutida líder germana, sino que se extiende a toda la clase política de las democracias del mundo desarrollado. Los ciclos políticos son cortos y la prioridad de partido se impone. Con ello, la democracia, que parece por otra parte extenderse universalmente, se debilita en la valoración de los ciudadanos. ¿Por qué estos movimientos en apariencia contradictorios?

La duración de los ciclos políticos no es una novedad, ni en Europa ni en Estados Unidos. Pero sí lo es la pérdida del sentido de Estado y ello posiblemente vaya ligado a la pérdida del recuerdo de la guerra. Hagamos memoria en nuestras propias carnes. El éxito de la transición y el alto grado de consenso logrado en ella no serían explicables sin la convicción transversal de que, ante todo, había que evitar la reedición de la contienda civil. El episodio del 23-F de 1981 no hizo sino recordarnos en clave hobbesiana que el tema no era de laboratorio. Pero los políticos europeos actuales ven la guerra como un hecho histórico que no debe condicionar sus decisiones. En Estados Unidos, tan importante o más que las guerras mundiales fue la Guerra Fría, que le enfrentó al modelo soviético, generando un espíritu interpartidista unificador frente al enemigo de la nación. Pero esa guerra se ganó y el enemigo se convirtió a la fe capitalista.

Curiosamente, el triunfo del sistema, preconizado por algunos como el fin de la historia, conlleva su propia negación. Por un lado, podemos constatar que la democracia se ha ido imponiendo, no sólo por la convicción racional de que es el mejor sistema de organización social, sino también, porque se ha evidenciado como el sistema más fuerte. Ganó la II Guerra Mundial y ganó la Guerra Fría. Con tan contundentes credenciales, se ha abierto paso en los antiguos países comunistas, en Latinoamérica y progresivamente en grandes partes de Asia y África.

Pero al tiempo que la democracia parece generalizarse, en los países donde se halla más consolidada, afloran sus limitaciones y se desacreditan los políticos. Y al propio tiempo, emerge como potencia global un régimen despótico cuyo éxito económico y fortaleza financiera nos dejan sin argumentos. Aunque para lavar la conciencia occidental se concediera hace un año el Premio Nobel a un disidente, la realpolitik se impone y los líderes democráticos acuden serviles a pedir ayuda financiera a los mandatarios chinos, mientras a los líderes de opinión del liberalismo económico se les llena la boca de alabanzas hacia el éxito de su modelo.

Que la democracia no es el fin de la historia lo podemos comprobar en la propia historia. Los dos experimentos democráticos del mundo antiguo, Grecia y Roma, acabaron en sendos imperios. La historia no tiene por qué repetirse, pero lo que sí puede afirmarse con convicción es que la democracia sólo seguirá imponiéndose en la medida en que se demuestre como un régimen, no sólo más justo, sino también más eficaz y más fuerte. Los fascismos cayeron porque fueron vencidos en la guerra abierta y el comunismo se inmoló ante la evidencia del fracaso del sistema, con lo que parecía que la democracia quedaba definitivamente afianzada. Pero el éxito de un país que conjuga el liberalismo económico con el dirigismo político debe ponernos en guardia y hacernos reaccionar en dos direcciones.

La primera es la revisión de nuestro modelo en el sentido de fortalecer las instituciones, favoreciendo la visión de largo plazo y fomentando los mecanismos de cohesión social. La democracia se ha asentado en Brasil en el período de Lula porque ha permitido salir de la pobreza a millones de familias. Por el contrario, se debilita en Estados Unidos y Europa a medida que se agrandan las desigualdades sociales y se expulsa a millones de personas hacia el paro. La ideología neoliberal sirvió para vencer al comunismo, pero es ineficaz para articular de forma eficiente la sociedad postmoderna. Produce descohesión y solipsismo que, a nivel grupal, se traduce en rechazo hacia las instituciones federales, tanto en Estados Unidos como en Europa.

La segunda es la revisión de nuestra política exterior y de la propaganda política. Si queremos defender los valores que inspiran nuestro sistema democrático, debemos hacerlo con todas las armas. La política de seguidismo con las dictaduras a nada conduce, como se demostró en las fases previas a la Segunda Guerra Mundial. La realpolitik obliga a mantener vínculos políticos y económicos con la gran nación que es China, pero nada impide emplear todos los medios posibles para evidenciar el déficit democrático sobre el que se construye su sistema político. Afirmar con convicción nuestros valores y luchar por ellos no es sólo un acto de profesión de fe, sino la más realista de las acciones para lograr que la actual crisis de reequilibrio mundial no culmine con un cuestionamiento de la democracia, sino con el afianzamiento de los valores que la inspiran.


Fuente: Diario El País (España). 14/02/12