Inflación ética
Se usa la moral como coartada, para tapar huecos y remediar todo tipo de males
Por: Fernando Savater (Filósofo)
De antaño sabemos que una
de las causas más frecuentes de muerte para corrientes ideológicas o
movimientos políticos es el éxito. Tal es el caso de la ética, que a fuerza de
tanto triunfo actual está ya en la UVI y con respiración asistida. La ética
parece ser la bella desconocida que a todos conquistaría si llegase a tiempo al
baile, la coraza que resguarda a cuantos avanzan justicieros contra el dragón
de la realidad, la pócima de Fierabrás que todo lo cura pero que se dispensa,
ay, en redomas demasiado pequeñas. Porque precisamente en eso consiste el
encanto de dar mandobles éticos, un arma que siempre es crítica y casi nunca
autocrítica. Entre varias más académicas, la única definición consagrada por el
uso y la convicción de todos dice así: ética es lo que les falta a los demás.
¿Cómo resistirse a su encanto?
La ética
sirve hoy para tapar todos los huecos, administrativos o teóricos. Por ejemplo,
en el proyecto de reforma educativa promovida por el ministro Wert, se la
utiliza con el nombre de “valores éticos” como alternativa y coartada para
justificar la inclusión del catecismo como asignatura puntuable de primera
magnitud. Algo así como obligar a quien no cree en los horóscopos a dedicarse a
los crucigramas... Pero también tropezamos con el fulgor de la ética como
remedio de los males de la economía o la política. En este caso, es más bien
como si se recomendase apagar los incendios forestales con un hisopo de agua
bendita. Parece darse por hecho que todos los valores, por serlo, tienen que
pertenecer a la moral, mientras que el resto de las interacciones humanas se
mueven por intereses y estos sirven solo para enfrentar a los humanos, nunca
para unirlos. O sea que la ética baja del cielo y todo lo demás bulle desde el
cieno: mal asunto, porque el lado de los ángeles es el que queda bien, pero
después siempre gana el barro.
Las leyes no deben pretender zanjar las divergencias morales de los
ciudadanos, sino crear un ámbito en el que puedan convivir todas
No hay
nada peor para los valores que convertirlos todos en moneda ética. ¿Acaso solo
pueden ser principios morales los que aconsejen acabar con los paraísos
fiscales, como si no hubiese razones económicas para obstaculizar los fraudes y
la evasión de impuestos? ¿No pueden encontrarse en la economía misma intereses
sociales que desaconsejen la tolerancia con los depredadores? ¿No hay en la
política razones para tener por bueno a quien busca según sus luces el acuerdo
con otros y el bien común, no su mero lucro privado? ¿Se remediarán nuestros
males exigiendo a los políticos comportamientos morales y no rectitud política?
En Euskadi, con un terrorismo puesto casi fuera de combate por quienes se
enfrentaron sin eufemismos ni atajos ilegales con él, buscan ahora por medio de
una ponencia de paz parlamentaria un “suelo ético” sobre el que convivir, como
si la Constitución y el Estatuto que hemos defendido con tanto esfuerzo contra
ETA y servicios auxiliares no brindasen valores suficientes para organizar una
comunidad democrática que no excluye a quienes una vez lucharon contra ella
aunque sin ceder ante los que siguen tratando de subvertirla por otros medios.
Pero es
que además la ética, en cuanto reflexión que busca la excelencia personal
(puesto que cada cual solo se conoce a sí mismo como sujeto de la intención,
buena o mala), puede entrar en ocasiones en conflicto con las exigencias
públicas de ciertos roles sociales. Si por ejemplo un multimillonario (pongan
ustedes el nombre que prefieran en la línea de puntos) siente un retortijón
íntimo de conciencia y decide repartir toda su fortuna entre los más
necesitados, es muy probable que encuentre argumentos morales para
justificarse. Pero si ese mismo escrúpulo aqueja al ministro de Economía de un
país respecto al erario público, lo mejor que puede hacer es renunciar a su
cargo para no seguir un impulso que va contra otros valores prudenciales tan
perfectamente respetables como los éticos que conmueven su corazón. Porque no
solo se nos puede exigir una moral de principios, sino también otros principios
derivados de la responsabilidad, como señaló en su día Max Weber. A quien
quiera aprender en vivo la diferencia entre ambas cosas le recomiendo Lincoln, de Spielberg, que cuenta cómo el
hombre más puro de Estados Unidos revocó la historia para la libertad por medio
de la corrupción.
En una
sociedad abierta y pluralista, por tanto laica y no sometida a rigideces
teocráticas, las leyes no deben pretender zanjar las divergencias morales de
los ciudadanos, sino crear un ámbito en el que puedan convivir todas sin
humillación de nadie. O sea, lo contrario de lo que ocurrió cuando el
Parlamento catalán prohibió las corridas de toros, convirtiendo en obligatoria
la opción moral de una parte de la ciudadanía contra la de los demás. Algunos
que en su día apoyaron esa ley han descubierto ahora, con motivo de la posible
modificación de la ley sobre la interrupción del embarazo, las virtudes de
respetar la decisión personal y no imponer una ética única a toda la población.
Bienvenidos a la tolerancia… o al menos a la cordura legal. En el tema del
aborto, las perplejidades éticas son inevitables y deberían ser celebradas como
una muestra del desarrollo de la conciencia que aquilata los valores vitales,
no como un atraso. Solo un idiota moral —que los hay— afronta esa situación con
la misma despreocupación que quien se extirpa un lobanillo. Pero ninguna
legislación puede zanjar tales escrúpulos: si es discreta, se conformará con
impedir que se vean agravados por persecuciones penales y una clandestinidad
anti-higiénica.
El
supuesto de aborto lícito en el caso de una malformación grave del feto
presenta precisamente el ejemplo de un auténtico dilema moral contemporáneo.
Antes no hubiera existido, porque no teníamos la tecnología adecuada para
detectar tales casos: la cuestión la resolvía en ciertas culturas tras el
nacimiento el infanticidio (que no es lo mismo que un “feticidio”) o la
resignación ante lo que nos manda la naturaleza o Dios. La ética no cambia
radicalmente con los tiempos, pero como trata de la valoración de nuestras
acciones evoluciona según se amplían las capacidades humanas. Hoy podemos
decidir con información suficiente antes del nacimiento, en las primeras etapas
del embarazo, y el verdadero problema moral ahora no es si se tiene derecho a
abortar en caso de graves malformaciones sino si, conociéndolas, se tiene
derecho a dar a luz. La norma legal debe señalar el marco razonable de ese
íntimo debate, sin aspirar a tener nunca la última palabra.
En cuanto
reflexión sobre nuestros fines vitales, la ética puede considerarse el telón de
fondo de acciones e instituciones. Se ocupa de cómo lo humano debe reconocer y
tratar diferenciadamente a lo humano, o sea que siempre es “especieísta” —contra
lo que creen animalistas varios— pero naturalmente racional, contra lo que
piden los teólogos. Aunque desde luego no agota todos los campos de valoración
ni reduce los retos de nuestra interacción a una simplicidad binaria o
maniquea.
Fuente: Diario El País. 29 de mayo del 2013.
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